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Un suicidio

Ante el espejo Romerito encajó el paquete, se pellizcó la nalga, se abrochó la taleguilla, se ciño los tirantes y respiró inquieto.
El mozo se acercaba con la torera. Romerito extendió los brazos tal Cristo de las estampas y sintió cómo le embutían el miedo.
Ante el espejo Romerito erguido y serio, columbró el paisaje de su vida iluminado por las candelitas que ofrecían su fervor a las vírgenes del consuelo. Tintaba la escena una luz de miseria, un color sin color, una textura ingrata:sobre el hambre ladraba un coraje ceñudo y la nobleza de los rostros familiares, sufriente, apenas era aliviada por cierta dignidad. En la estancia doméstica moscas, chicharrina y carencias. Entonces ni siquiera zozobra, sí resignación muy cristiana.
Cuando Romerito consideró que existía un camino inicióel paso sin titubeos. Se echó a las dehesas y arriesgó con torpeza. Los revolcones le endurecieron la piel. Los varetazos espolearon sus piernas.El tentadero fue luna y fracaso. Pero él insistía. Y recorrió con amigos y escasez tierras y dolor y corrales de esperanza. Endurecido y jovial llegó a la ciudad de las promesas.
Ante el espejo a Romerito le asomaba el alma de torero a borbotones.

Tras el paseíllo le salió el primero negro bragao, astifino. La presencia, aparente, le mostró mansurrón. Ni acertó, ni cumplió. Le pitaron.
Al cuarto le esperó a portagayola. Después lo vio negro zahino y corniveleto. Mirando su trote baboso se animó. Ahí está mi puto éxito.
Tardón al capote, huidizo en varas, escaso de banderillas, aquel toro no era toro.
Al tomar la muleta, el mozo alzó el alma:
-¡Maestro!
No tuvo espacio ni dominio. Y defraudó.
Lúcido comprendió el fracaso, veloz asumió el compromiso y, acercándose al burladero, requirió:
-Tijeras.
Prendió la herramienta indicando reposo a la cuadrilla. Solo, avanzó hacia el centro del albero. La plaza, advertida, guardó silencio. Con la mano izquierda tomó Romerito la coleta, acercó la derecha a la nuca y metió la tijera. Discretamente brindó a la barrera, al tendido, de la grada a la andanada. El aplauso estalló.
Por el callejón la ovación crecía: ¡To-re-ro!...¡To-re-ro!...¡To-re-ro!...
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