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Función de trasnoche

Han pasado varios años y algunas historias difíciles de olvidar de aquel tiempo, pero cuando observo a mi padre viendo de corrido tres o cuatro películas en la tele, más uno que otro programa informativo o de noticias del espectáculo, pienso en acortarle las horas frente a la pantalla. Me acuerdo de la eventual ceguera que puede provocar, como me advertía. Lo veo bostezar antes y después de la cena y siento unas ganas de enviarlo a caminar por el pasillo. No lo hago. Desconozco en qué momento pasé de niña protegida a hija protectora, pero sucedió. Nunca pensé en pasar la cuenta por las frustraciones acumuladas, y muchas veces me he preguntado porqué, porqué sigo en estas paredes empapeladas de tristes recuerdos, sufriendo una cadena perpetua teniendo las llaves de la celda, como si no fuese capaz de armar mi vida. Mi propia vida. Porqué sigo aquí, negándome a visitar otra vez el Libertad en la función de trasnoche, o salir sin pedir permiso, porqué no mandar al diablo las flores que cuidé por obligación o quemar las chombas, guantes y bufandas que tejí para los cursos de manualidades. No tengo una respuesta ni un motivo para seguir cargando esta mochila que, inclusive, la podría lanzar lejos en cualquier instante. Pero no quiero, no sé porqué, o tal vez sí conozco las razones que aparecen algo brumosas cuando refresco la memoria y dejo latir mi corazón. Es demasiado complejo.


Cada domingo eran la misma discusión y un llanto distinto. Que porqué sólo podía acudir a la matiné y vermouth, pero jamás ver la película de noche, “nunca mientras viva, como que me llamo René Calcitrán” -amenazaba mi padre mientras mamá tejía su silencio en la cocina en medio de un punto a crochet. Solía murmurar que lo que mostraban en la tarde me parecía más violento que la función de la noche, a la cual mis padres iban una vez al mes. La salida de matiné y vermouth tenía un sabor amargo y repetido, al constatar que la programación doble incluía una de romanos y otra de acción sin mucho que comentar con las amigas a la salida del Cine Libertad, ubicado al otro lado del pueblo de San Sebastián. Rabia me daba leer la censura de “éticamente reprochable” del periódico a largometrajes como “Un tranvía llamado deseo”, donde no apreciaba nada de censurable. Pero qué podía hacer a mis catorce años, con trencitas hechas por mamá –ni eso podía realizar sola-, un jumper escocés, calcetas blancas y mis zapatos de charol, que sólo se dejaban ver los domingos en la misa de nueve y en la oscuridad del Libertad, pero con regreso a mi dormitorio antes de las ocho.
Qué hacer conmigo era el dilema. Hija única, cándida todavía para entender la trama de lo que podrían exhibir después de las nueve de la noche. Según mi papá, ver tres películas el mismo día podría dejarme ciega antes de la adolescencia. Mamá prefería tenerme a su lado, pues si quedaba sola en aquellas ocasiones en que papi iba solo al biógrafo, unos delincuentes podrían asaltar sin dificultad la casa y “quién sabe qué nos harían, hasta matarnos es posible” –asustaba mi madre. Algo le creía al ver las noticias del periódico local, salpicadas de robos y una que otra pelea, desde que una casa de citas se instaló en San Sebastián. Ella nunca me lo confesó, pero me daba la impresión que ciertas noches dominicales lloraba en su cuarto ocultándose en el ruido de la máquina de coser, y no era precisamente porque papá estuviera en alguna butaca del Libertad.
Así pasé de la infancia a la juventud, sin saber más que la ruta semanal del colegio Madres Clarisas a una casa que cada día sudaba más amargura y silencio, mientras me evadía entre cursos para bordar manteles, cocinar platos fríos y calientes, cultivar flores y plantas. Hasta que me hice amiga de Lucía, compañera de curso recién llegada de Casablanca, la capital, la ciudad más cercana al pueblo donde nací. Se notaba su madurez, no sólo en los años –dos más que yo- sino también en su personalidad e inteligencia, pues a pesar de su ingreso a mitad de año se lució en las notas y en la facilidad de entablar amistad, incluso con las monjas, que la ponían como ejemplo de estudiante.
Las llamadas telefónicas de Lucía las noches de domingo enfurecían a mi padre, eso si que estaba. Otras veces me ayudaban a olvidar el sollozo de mamá, que se oía desde el otro lado de la pared, cuando él repetía la estrategia de ir solo al Libertad justificándose por lo nuevo que estrenaban de Dean Martin, Kirk Douglas o el actor de moda. Hablar con Lucía significaba, por minutos, enterrar en un pozo, como la noria que teníamos en el sitio de veraneo en Nilahue, las negativas de ver películas de noche. Ni hablar de salidas a fiestas de colegio o quedarme en casas de otras compañeras; el rechazo de mi padre venía acompañado de un castigo por alzar la voz: caminar por el pasillo entre la hora de cena y de rezar antes de dormir, sin pronunciar ninguna sílaba ni poner un ojo al televisor encendido en el living. En ocasiones, deambulaba como un fantasma hasta que él se quedase dormido en el sofá, y ella, en la máquina Singer.

Mi padre quería un hombrecito en el primer y único embarazo de mamá. No he visto una persona tan machista. Feliz por él si estuviéramos encerradas todo el día, preparándole su comida regalona, viendo como se encorvaban nuestras espaldas en la limpieza de la casa, “haciendo las labores que toda mujer debe hacer por naturaleza” –se justificaba, pero debió morderse la lengua al aceptar que sin sus dos damiselas no habría sacado adelante la casa ni la familia. Y tuvo nuestro apoyo, con la diferencia de que ella era incondicional a su amor de juventud y entendía su personalidad; en cambio yo me rebelaba cada vez y con mayor fuerza, llegando incluso a amenazar con que me iría del hogar. Como cuando él se negó a que siguiera estudiando una vez finalizado el colegio, y mi madre suplicaba con su mirada en los carcomidos tablones del piso del comedor para que me dejara desarrollarme. Que debía seguir adelante, “para no ponerte colorada como yo cada vez que firmo un documento o escribo mi nombre” –surgía de su voz entrecortada por las lágrimas.
Fue una de las pocas veces que me defendió, aunque no buscaba separarme por completo de mi familia, mal que mal es la única que conozco. Nunca supe de una fiesta con primos, tíos o sobrinos. Mi árbol genealógico se entrampó en una nebulosa, en la oscuridad de un cine, al igual que los sueños de aquella leona que viéndose tan pequeña ante el entorno hostil buscó refugio en una cueva de mínimo espacio, suficiente para vivir con tranquilidad. Esta cachorra creció sin conocer los matices de la felicidad, los juegos y el amor, pero cuando se sintió ya fuerte para salir a comerse al mundo, o sea otros animales más débiles o que la dañarían, notó que no cabía por el hoyo por donde había alguna vez entrado. Estaba claro que esa gata con espíritu libertario y familiar era yo. A mis catorce años con dos hileras que recogían mi rubio y largo cabello; a los quince preguntando qué era un beso y otros menudeos al estar con un muchacho, y a los diecisiete, al terminar mi enseñanza con las monjas, en que conocí demasiado según mis padres, la edad que marcó mi dolorosa estancia en casa.

Todo nació tras la discusión por seguir estudiando, que terminó en una negativa de papá, pero con la esperanza de solucionarlo en el almuerzo dominical a decir de mamá. Ese manto de dudas a mi futuro, no sólo profesional, me hizo aceptar la invitación al cine de Lucía, con todo el posible castigo por salir sin permiso y de noche. Primero igual intenté convencer al dueño de casa. No sé si por la insistencia de mi amiga para ver lo reciente de Marlon Brando con unos muchachos, “como celebración de fin de año escolar” –me azuzaba al oído, mientras mi mente también quería ir al Libertad por tratar de averiguar los extraños reparos de mi padre a meterme a la sala después de las nueve de la noche. De verdad que no entendía tanto temor y advertencia, como si de verdad una pudiese quedar ciega por ver películas tan tarde o el mundo se fuese acabar, con mi familia directa a un barranco o cementerio, por salir a escondidas.
-¿Quieres ver qué?
-“El último tango en París”, de Brando, uno de mis actores favoritos... sólo estará esta noche, nada más.
-Ese Brando participa en extrañas películas –acusó mi viejo sin mostrar mucho interés pues su vista seguía pegada al televisor.
-Esta es distinta, además voy con Lucía... por favor, papá, dame permiso como regalo por el fin de clases.
-Una cosa es distinta a la otra. El domingo, como premio, almorzaremos fuera, en familia.
-¡Pero papá! Te pido este favor, nada más.
-¡No y te vas ahora mismo a tu pieza! –me señaló con un dedo amenazante la ruta a mi cama.
Lloré unos minutos con mi amiga, me escuchó en silencio y antes de despedirse le pedí que esperara en la plaza principal del pueblo en una hora más, tiempo suficiente para idear un plan de escape para ver la película y volver a casa sin que nadie se diera cuenta. Me levanté al rato y fui a prepararme un té, le ofrecí otro a papá crucificado en el sillón. Lo aceptó con cierto recelo. De las clases en el convento aprendí a conocer ciertas hierbas y sus efectos, así que en segundos agradecí tener en mis manos un brebaje que provocaba un progresivo letargo en quien lo bebiese. Así ya tenía un enemigo menos, faltaba mi madre a quien no tuve que darle de tomar nada. Sólo subir el volumen de la tele que estaba en su cuarto de costuras, entregarle una par de prendas mías descosidas para arreglar esa misma noche y darle un beso, como si fuera el último que recordaría con afecto.
Antes de lo indicado estaba en la plaza con Lucía, de ahí partimos al encuentro con sus amigos en una cafetería en las afueras del pueblo, para evitar cualquier contacto con vecinos o compañeros de trabajo de mi padre. Si llegaba a saber de mi escapada con olor a cita amorosa, no me imaginaba el castigo que incluiría sin dudas una surtida de correazos. Por eso mis manos no dejaban de temblar, motivos había del mes que me pidieran. Además esto de compartir con chicos de mi edad me tenía confundida. Hablé muy poco dentro del local, Lucía llevaba la batuta, solicitando un picadillo y algunas gaseosas –agregando subrepticiamente licor a los vasos-. Me sentía a gusto, ya ni pensaba en lo que pasaría si mis padres fueran a verme y encontraran bajo las sábanas mis muñecas como reemplazo. Cruzaba miradas con el más sonriente de nuestros acompañantes, con quien llegué de la mano al Libertad. No nos pidieron carné, así que casi corriendo atravesamos las cortinas de entrada para sentarnos en la última fila a pesar de las aprensiones del acomodador.
-Señoritas, les recomiendo sentarse más adelante.
-¿Por qué? –alegó Lucía.
-Los jóvenes molestosos se ubican detrás y quienes vienen a ver la película, como ustedes, terminan perdiéndosela.
-¿Quién le dijo que venimos a verla? –reclamó otra vez mi amiga sin permitir un nuevo consejo del hombre de la linterna.
Hasta ese momento eso de “perderse” lo que se proyectaba en la tela blanca me parecía una exageración, aunque era un rumor a voces eso de que parejas de jovencitos iban a besarse, acariciarse y dejar en las butacas la pasión reprimida por las normas familiares y religiosas. Pero de ahí a que la vista se nuble, se ponga un crepúsculo en los párpados, o derechamente quedar ciega –como advertía mi padre- había un mundo.
Como una leona recién salida de su cueva en busca de aventuras no me iba a amilanar. Y quedó demostrado en la mitad de la cinta de Brando, cuando sentí deslizar una mano y otra desconocida por mi cabello como un peine alisador; los dedos de mi acompañante descendieron a mi blusa y sostén queriendo realizar un masaje no solicitado abiertamente. En una escaramuza de segundos, mis pezones se asomaron en la sala, como otro personaje de la película, se endurecieron y estiraban su piel oscura y arrugada en busca de una húmeda caricia. Sensaciones nunca antes vividas, que en mi interior parecían estertores de una moribunda de amor. De mi amiga muy poco sabía, o no quería saber, pues mis ojos cerrados doblaban el goce visceral que estaba sintiendo en una sala de cine, tantas veces visitada pero a menores revoluciones. Las caricias algo toscas me asustaron en un principio, como que mi cuerpo se paralizó, no atinaba con brazos ni voz. Poco a poco, estimulada por los jadeos de otros espectadores y de los actores, di rienda suelta a mis deseos más ocultos, me electricé en una cadencia de movimientos de manos y piernas. Subida la separación entre los asientos, con mis ojos cerrados comencé a besarlo como si fuese a secarme, necesitaba recibir saliva de mi cálido acompañante o una mordida que me entregara mi propia sangre como combustible para seguir. Tiritaba –lo reconozco- pero me gustaba ese nuevo ardor, me tenía con los labios separados esperando, sólo esperando lo que él quisiese, lo que me pidiera se lo daría, estaba dispuesta, con mis pupilas tan abiertas como mi entrepierna que dejaba fluir un surco de placer que manchaba mi vestido. Mi blusa existía desde el cuarto botón hacia abajo, pues para arriba la luz de la proyectora mostraba al sostén aferrándose a unos húmedos pechos, como un náufrago al madero del barco hundido. La boca de mi acompañante quería ser aquel sostén, y lo ansiaba en un ahogado grito, hasta que delicadamente empezó a secar mi sudor sobre la tela, y luego bajo ella, jugando con mis pezones como un bebé con su mamadera. Los besaba como queriendo succionar todos mis sueños, y yo me dejaba llevar por este placer maternal.
Si esta escena era lo que tanto me había advertido el acomodador o mi padre, bien valía la pena vivirlo y quedarse en la última fila de la nocturnidad del Libertad, casi sintiéndose participar de otra película. De ahí que uno se perdía la historia que daban en la pantalla –pensé en esos escasos segundos de cordura, pues los dedos de mi joven amante volvían al ataque, esta vez con mis bragas, en busca de mi pubis. A esa altura cualquier razonamiento estaba prohibido. Aunque recordé la ceguera que podía generar ver tantas películas seguidas, según mi papá. Qué ironía constatar que justamente hacía lo que él quería, no quedar ciega – fue de las pocas divagaciones con la realidad porque en un acto reflejo bajé el cierre del jeans y comencé a besar su sexo, lentamente, escondiendo su diminuto rostro y asomándolo en otro segundo, estimulada quien sabe porqué fuerza. Mi iniciación sexual iba a pasos agigantados, mientras Marlon Brando hacía de las suyas en la película también, según atisbaba sin voluntad por los diálogos y guturales sensaciones de los actores.
Todo iba bien en mi película hasta que apareció una tenue y movediza luz. Incursionaba en pleno sexo oral, con mi pelo sostenido por las manos de mi acompañante, cuando la amarilla proyección de la linterna llegó a nosotros, a mí, junto a una voz familiar.
-¡¿Qué estás haciendo chiquilla de mierda?! –gritó mi padre, al tiempo que la lucecita describió un arco al dejarse caer todo el metal y vidrio en mi pálido rostro.

De ese incidente no recuerdo demasiado porque muy pocas personas hasta el día de hoy me han dado pormenores de lo que ocurrió aquella noche en el cine Libertad o en las semanas siguientes en el hospital local. Sólo vagas imágenes en que manos y pies me golpeaban, voces que gemían y lloraban en medio de insultos, la paciencia de un doctor al sacarme los vendajes de mi cara. De la paliza dada por mi padre –según me confiesa con rabia Lucía, ya casada y viviendo fuera del pueblo- estuve un mes internada en la sala de Cuidados Intensivos, con un politraumatismo en mi cabeza y otras contusiones. El diagnóstico arrojó pérdida total de visión del ojo izquierdo, progresiva en el derecho y fracturas en brazos y caderas. La mala ventura continuó meses después soplando en contra de mi familia, pues mamá no soportó la mirada escrutadora del pueblo ni de sus amigas feligreses por lo sucedido aquella noche, ni mucho menos las secuelas que tuve. Se enfermó, dejó de cocinar y tejer, sumó achaques conocidos e inventó otros más mentales que físicos, hasta que se derrumbó en la cama, por semanas sin hablar luego evitando comer hasta dejar de respirar. Mi viejo siguió la misma tragedia pero sin final mortal. Aunque las veces que lo veo por horas a metros de la pantalla del televisor parece un fantasma. Y yo, ahora con lentes y dificultad al caminar, solamente vivo para cuidarlo de que no vea tanta película –por eso de la ceguera, como me advertía-. Acabo siendo su sombra. Una estatua de carne y hueso postrada a sus desvaríos que susurra sin que le pregunten, mientras el reloj indica que finalizó la función de trasnoche y los canales de televisión inician su programación a rayas y chillona, sin nada que mostrar a los vivos ni a los muertos.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 4.86
  • Votos: 72
  • Envios: 0
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