LAS BESTIAS ACECHAN ALLÁ EN LA CALLE
Vivía en mitad de la cuadra aunque las casas lindantes no contaban porque su vecina de la izquierda había sucumbido la semana anterior y a la derecha su casa compartía la medianera con una tapera abandonada muchos años atrás.
Esperó todo lo que pudo pero, pasado el mediodía se decidió: debía salir porque tenía demasiada hambre. Si no lo hacía ahora tendría que esperar hasta las cinco de la tarde para que abrieran nuevamente los negocios. Entreabrió la puerta con cautela. Sabía que los monstruos estaban ahí porque ya desde el interior de la vivienda podía oírlos rugiendo afuera. No sólo los oía, también podía oler los gases que despedían a su paso ensombreciendo el aire quieto de la calle.
En cuanto salió vio uno, gris, de trompa ancha y extremidades oscuras y poderosas, aminorando la marcha hasta casi detenerse frente a su puerta; otro, que venía en su misma dirección, lo instó a continuar con un grito agudo y perentorio. Parecía más joven, de color brillante pero de menor tamaño. El viejo gris continuó su marcha lenta y dobló en la próxima esquina, perseguido por el más joven.
-Mejor –pensó Analía –mientras combaten entre ellos son menos peligrosos para mí.
Comenzó a caminar por la vereda tratando de no mirar la calle, sin embargo, no pudo dejar de escucharlos.
Llegó a la esquina y trató de tranquilizarse sabiendo que sólo tenía que cruzar una calle lateral poco utilizada por las bestias y, media cuadra después, encontraría el almacén. Pero era difícil prever nada.
Generalmente, si una tenía suerte, las veredas estaban despejadas porque los monstruos más grandes no parecían cómodos en ellas y los más pequeños, bípedos gruñones y agresivos, participaban alegremente de la contienda que se disputaba en la calle sin sentirse amedrentados por su menor tamaño.
Lástima que no siempre fuera así. Muchas veces los bípedos decidían hacer parte de su trayecto por las veredas, tratando de adelantarse a los tetrapies, -de ese modo había muerto su vecina con la cabeza reventada contra el cordón, mientras el monstruito gruñón que la atropelló continuaba su carrera enloquecida por la calle sin notar, al parecer, el resultado de su obra-.
Pero, aún cuando las veredas se mantuvieran despejadas, podía resultar que las batallas callejeras fueran tan violentas que los restos agudos de las bestias o el cuerpo entero de alguna de ellas, se incrustaran en las fachadas de las casas o en los ocasionales transeúntes.
Ese día en particular, la acera lateral parecía despejada y la cruzó rápidamente y, sin dejar de correr, llegó al pequeño negocio donde se proveía de su alimento cotidiano.
La propietaria, una mujer sombría y callada, le entregó el queso y el pan y recibió el dinero sin hacer comentarios. Nunca le preguntó nada y Analía estaba convencida de que su mutismo se debía al terror provocado por los monstruos y nada tenía que ver con ella; no sabía, no podía saberlo, qué representaba para la almacenera.
El trayecto de vuelta a su casa se le hizo más fácil porque el pan estaba recién horneado y el agradable olor le facilitó el camino.
Entró casi corriendo y se dirigió a las habitaciones del fondo donde pasaba la mayor parte del día. La música, puesta a todo volumen, tapaba en parte los rugidos de la calle.
Ya no se preocupaba mucho por la limpieza y la única tarea que la desvelaba era el cultivo de su huerta. Miraba casi con desesperación el lento crecimiento de las plantas. Sabía que sin dinero su única fuente de alimentos debía provenir de allí.
Al día siguiente, haciendo durar el queso y horneando su propio pan, no salió, si bien notó cuan encarnizada se tornaba la lucha callejera.
Los rugidos de las bestias le aceleraron el corazón mientras daba los últimos toques al plan que elaboró durante la larga noche anterior. Cada vez dormía menos y el rostro macilento que le devolvía el espejo la asustaba casi tanto como salir a la calle; no lograba convocar el sueño pero, si era lo suficientemente precavida, podría no volver a salir en mucho tiempo.
Sus reservas alimentarias eran proporcionales a su escaso dinero. Distribuyó sobre la mesada de la cocina el contenido de su alacena: dos paquetes de harina, una lata de tomates, media botella de aceite y unos cuantos frascos, casi vacíos en realidad, con lentejas, porotos y algunas otras legumbres más o menos apolilladas. En el canasto de la verdura encontró papas, zanahorias y casi nada más. Tenía que alcanzar.
Le quedaba un último recurso aunque no le gustara mucho pensar en él. Los fondos de su patio lindaban, alambrada mediante, con una casa habitada por un viejo, medio chocho pero amable, quién le dio unos cuantos consejos útiles relativos a la huerta; como nunca se cruzó con él en la calle llegó a la conclusión de que tenía una buena reserva de víveres. Pensaba que llegado el momento la socorrería, pero eso le quitaría independencia y ella necesitaba correr sola.
Pasó el resto del día preparando sus viandas de la próxima semana pero escuchando, a pesar de la música, el terrible rugir de los monstruos de la calle.
El viejo del fondo parecía un poco sordo y no muy dispuesto a conversar pero, sin embargo, fue el primero en tocar el tema.
–Bestias, eh. Bien, usted las llama bestias pero, ¿alguna vez se preguntó qué comen?
Ya veo que no. Yo se lo voy a decir, señorita: comen gente. ¿Acaso no ve las personas que llevan en su vientre? No me diga que no si hasta yo, que estoy casi ciego, puedo ver a través de sus panzas transparentes. Hace bien en temerles, probablemente mañana vengan por usted. Quizá lo más sensato para su seguridad sería limpiar bien ese rifle para matar elefantes que guarda en su casa, ese que tan bien utilizaba su padrastro, ¿lo recuerda?
Analía notó la sonrisa ladina en los labios del viejo mientras se retiraba de la alambrada pero de ninguna manera le hubiera confirmado su certeza; claro que vio la gente en las panzas de las bestias, pero su expresión le hacía pensar que en realidad estaban narcotizadas, quizá detenidas en algún tiempo psicológico anterior, porque parecían felices y despreocupadas.
-No, -dijo Analìa en voz alta- si no salgo no vendrán por mí, no me verán.
El viejo era ladino pero no desalmado. Cuatro días después, cansado de mirar el patio vacío de la casa de al lado, hizo un llamado telefónico y se sentó junto a la alambrada a esperar el resultado. El ulular de la sirena de la ambulancia lo alertó; no tenía idea si ella estaría en condiciones de interpretar su significado pero igual se quedó porque quería estar seguro, sabía que era imprescindible que alguien se hiciera cargo de su vecina.
Se sentía culpable por llamar al hospital; después de todo, vendrían a buscarla en uno de esos “monstruos” que tanto temía. Siendo viejo había conocido tiempos menos agresivos y muchas veces estuvo, a su pesar, de acuerdo con su vecina en el sentido de que los automóviles eran de veras peligrosos en más de un sentido: no sólo contaminaban el aire más allá de lo aceptable sino que también mataban o herían a los transeúntes más desprevenidos en su prisa inútil.
Analía escuchó perfectamente la sirena pero sólo como un ruido más de la guerra callejera. Se detuvo a esperar que cesara y por eso tardó en darse cuenta del significado de los golpes que retumbaban en la puerta del frente. Petrificada en mitad de la sala decidió esperar a que se fueran. No conocía a nadie en la ciudad y no aguardaba visitas. Lamentablemente no se fueron y no tardó en escuchar pasos en la entrada para autos. Una vez más volvió a repetirse que si no la veían no podrían con ella.
Con voz perentoria alguien la nombró y esperó en vano en la puerta de la casa. Se mantuvo en silencio hasta que los intrusos de la puerta se dieron por vencidos y se retiraron.
La incursión desde la calle la puso más alerta que nunca.
Careciendo de parámetros propios, las palabras del viejo de al lado se convirtieron en la verdad posible. Defenderse era ahora imprescindible porque estaba visto que no le bastaba con mantenerse oculta.
Bajó del estante más alto del ropero el rifle en cuestión, el cual, según recordaba, no era utilizado por su padrastro para matar elefantes sino chanchos del monte, pero daba igual. Con sumo cuidado, porque no conocía su mecanismo, trató de entender como funcionaba el artilugio. Encontró en el estuche no sólo las balas sino, además, los elementos para limpiarlo.
Cargó el arma y, desde la ventana del frente, disparó hacia la calle. Tal cual supuso el ruido de los disparos pasó desapercibido en medio de la barahúnda del tránsito y nadie se presentó en su puerta para quejarse por la agresión, pero, y esto era lo más importante, descubrió que el arma funcionaba perfectamente. Sentirse armada le permitió dormir, por una vez, la noche entera.
A la mañana siguiente se levantó, dispuesta a resistir. Sabía que iban a volver y no quería dejarse atrapar.
Se parapetó en la puerta del garaje con el arma lista para disparar y esperó al enemigo que sabía próximo.
En cuanto sonó el timbre de la entrada salió por la puerta del garaje, con el arma apoyada en la cadera y corrió hasta el abrigo de la próxima esquina, antes de que sus perseguidores notaran la maniobra.
Los monstruos corrían como de costumbre vaya una a saber con qué propósitos. Analía, por una vez, los miró sin temor. Acomodó el arma en su hombro y comenzó a disparar con la certeza de las cosas bien hechas y, uno a uno, comenzaron a derrapar estrellándose contra los que circulaban a su lado o el cordón de la vereda más próxima. Divirtiéndose por una vez en mucho tiempo, disparó a izquierda y derecha contra los monstruos de la calle y, viéndolos heridos de muerte, tuvo ganas de caminar sobre sus lomos vencidos para certificar su victoria.
La fila de autos chocados parecía extenderse hasta el infinito. Comenzó a contabilizar los enemigos caídos y le causó mucha gracia darse cuenta de que no podía contarlos porque las calle entera estaba atestada de autos detenidos, eran demasiados pero no los suficientes para resarcirla de su temor de tantos meses.
La encontraron riéndose y agitando el arma como si fuera una bandera. Fueron necesarios cuatro hombres para reducirla y, atada a la camilla, la trasladaron a la panza del monstruo blanco que esperaba en la puerta de su casa, guiñando sin cesar el ojo de vidrio rojo. Fagocitada por fin, tal como había temido en sus noches en vela, no sintió dolor sino estupor al contemplar la ciudad retrocediendo espantada al paso de la bestia.
Ana neirotti