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Darío y la nieve

Darío miró con tristeza los copos de nieve cayendo al otro lado de la ventana. Era la primera vez que veía nevar así en su ciudad. Pero en vez de estar ahí afuera disfrutando con sus amigos, Darío estaba con su pijama verde de cuadros metido en la cama.

38 de fiebre, había marcado sin piedad el termómetro, condenando a Darío a quedarse encerrado en casa.

– Pero yo no quiero, no quiero… Si además… no me encuentro tan mal – había tratado de convencer a Mamá.
– Pero si no has parado de toser en toda la noche. Además estás ardiendo. Ya volverá a nevar…

Pero Darío sabía que en su ciudad de mar no nevaba nunca y que si lo hacía, jamás sería como aquel día. Nunca había visto las palmeras del parque frente a su casa cubiertas de un manto blanco, ni los coches sepultados por la nieve, ni los tejados como en una postal navideña. Eso solo pasaba una vez cada tropecientos años, decían los meteorólogos en las noticias.

– ¿Cuántos años tendré yo dentro de tropecientos? Seguro que tantos que ya no me divertirá salir a hacer un muñeco de nieve, ni tirarme bolas. No es justo.

Pero Mamá no atendía a razones. Hacía mucho frío fuera y Darío estaba enfermo: debía quedarse en la cama todo el día. Sin salir, sin nieve. Viendo caer ese polvo blanco en el lado incorrecto del cristal.

– Me escaparé – pensó Darío mientras la fiebre cerraba sus ojos.

Lo cierto es que Mamá tenía razón: estaba enfermo. Se sentía muy débil. Tenía escalofríos y sus huesos parecían tan pesados y densos que no tenía fuerzas para levantarlos. Seguro que cuando se pusiera bien toda aquella nieve se habría marchado. ¿A dónde iría la nieve de las ciudades una vez que desaparecía?

En eso estaba pensando Darío cuando un ruido le sacó de su duermevela. Alguien había estampado, como si de un proyectil se tratara, una blanca bola de nieve sobre su ventana. Darío la abrió con curiosidad, preguntándose si sería alguno de sus amigos, pero lo que vio allí fue una bola de nieve, redonda y grande que flotaba sobre el aire.

– Daríoooooooooooo, con el día que hace y tú en la cama.

 

El pequeño se tocó la frente, convencido de que debía haberle subido la fiebre. Estaba viendo una bola de nieve que hablaba. Eso era rarísimo. Aunque bien pensado, Darío nunca había visto nevar. Tal vez las bolas de nieve hablaban siempre, porque al fin y al cabo, ahí estaba aquella llamándolo por su nombre.

– Pero, pero… estoy enfermo, no puedo salir a la nieve. Hace frío y…
– Bah, eso son tonterías. No puedes salir a la calle, pero puedes venir conmigo.
– ¿Contigo? Eso tienes que explicármelo…
– Donde yo voy a llevarte no se siente el frío y además ¿no acabas de preguntarte qué pasa con la nieve cuando desaparece? Si vienes conmigo yo te lo enseñaré…

Darío, muy asombrado tomó a la bola de nieve en su mano y observó como se hacía más y más grande, tanto que acabó por absorberlo. Todo comenzó a dar vueltas y Darío supo que estaba volando dentro de la bola de nieve. Sin embargo, tal y como le había advertido la bola, allí no hacía frío, sino un calor suave que hizo sonrojar sus mejillas.

Cuando empezaba a sentirse un poco mareado, la bola se detuvo y fue haciéndose más y más pequeña hasta que Darío volvió a estar fuera de ella. Pero a su alrededor ya no estaba su habitación, ni el parque de frente de su casa.

– ¿Qué es todo esto?
– Es el lugar a dónde va la nieve cuando desaparece. Aquí estamos todos: copos, bolas, muñecos de nieve, carámbanos de los tejados, placas de hielo. Hasta la nieve de la carretera que se ensucia cuando pasan los coches viene a descansar aquí.

Darío comprobó con asombro que la bola de nieve tenía razón. Aquel lugar estaba repleto de muñecos de todos los tamaños y formas. También había copos revoloteando por el cielo y bolas que salían disparadas de un lado para otro.

– ¿Y qué hacéis aquí exactamente?
– Esperar a que llegue el invierno y tengamos que desplazarnos hasta una u otra ciudad. ¿Pero has venido a hacer preguntas o a jugar con la nieve?

Darío estuvo jugando con los muñecos de nieve toda la mañana, lanzándose bolas con unos y otros, tirándose en trineo. A la hora de comer estaba tan cansado y tenía tanta hambre que pidió a la bola de nieve volver a casa.

– ¿Cómo haré para regresar aquí siempre que quiera? – preguntó Darío.
– Es fácil. Pregunta a tu imaginación, seguro que ella tiene la respuesta.

Al momento Darío estaba de nuevo en su cama y en el parque hacía horas que había salido el sol. La nieve iba poco a poco desapareciendo pero a Darío no le importó.

Sabía dónde encontrarla.

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