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La Maldición de Los Pitufos

Para Kevin Vazquez, viejo y querido seguidor de mis historias.
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-Doctor, ¿se acuerda de la maldición de los Pitufos?- preguntó de repente Roxter, recostado cómodamente en el diván.
“Oh, por Dios, aquí vamos de nuevo”, pensó el doctor Ellis.
-Claro que me acuerdo, Roxter- respondió, mirando disimuladamente el reloj de pared ubicado a su derecha, que señalaba las siete y veinte de la tarde-. Ha estado hablando del tema desde… a ver, déjeme consultar mis archivos…- el médico psiquiatra fingió buscar información en su antigua computadora de escritorio, en donde sólo había unas notas garabateadas en el Word, y mucha, pero muchísima pornografía-. Hace aproximadamente dos meses que venimos hablando de esto, Roxter.
-¿Y recuerda, doctor, aquella teoría que le mencioné, que hablaba de que los Pitufos en realidad existen, y que son duendes malignos que se adueñan de las almas de los niños inocentes?
-Por supuesto- dijo Ellis, emitiendo un leve siseo de impaciencia a través de sus labios-. Yo recuerdo todo lo que dicen mis pacientes, Roxter.
-Entonces recordará que hay un conocimiento… un saber oculto… que dice que los Pitufos en realidad representan a los Siete Pecados Capitales…
-Claro- dijo el médico, y trató de desviarlo del tema de conversación:- Pero mejor sigamos hablando de aquel trauma de su infancia…
-El Pitufo Gruñón, por ejemplo, representa la "Ira"- siguió Roxter, sin prestarle la mínima atención-. El Pitufo Goloso… pues la "Gula". Pitufo Filósofo… la "Soberbia". Pitufina… la "Lujuria". Y en cuanto a Papá Pitufo, él es el único vestido de rojo, por lo que representa, evidentemente, al mismísimo Demonio.
-Ajá.
-Pero hay más, ¿lo recuerda?
-En realidad me lo sé de memoria, Roxter- asintió de mala gana el médico. Y poniendo los ojos en blanco (Roxter le daba la espalda, por lo que no podía verlo), recitó:- Según esa dudosa teoría, Gargamel, que era el malo de la serie, en realidad era un pobre sacerdote algo enloquecido, que sabía sobre la verdad maligna sobre los Pitufos. Gargamel vestía como un cura, y la casa donde vivía, si uno la observa bien, parece una iglesia en ruinas. ¿Voy bien?
Roxter asintió. Parecía embelesado en el relato que él mismo, semanas atrás, había contado.
-También se cree que el gato, Azrael, era un aliado de las fuerzas del Bien- siguió recitando el médico-. Los duendes tienen terror a los gatos, y de hecho Azrael es una derivación de la palabra “Izrael”, que significa “Aquel a quien Dios ayuda”. También hay un personaje, Balthazar, que es el jefe de Gargamel, que viste una sotana violeta: evidentemente, y siempre según esta teoría, se trata de un obispo.
-Es por eso que la gente, hace bastante tiempo, intuyó que había algo malo con los Pitufos, y comenzó a quemar todo lo que tuviese que ver con ellos- asintió satisfecho Roxter-. Recuerda, ¿verdad? Hubo una especie de psicosis colectiva, que incluso se mantiene hasta el día de la fecha, aunque en menor medida. Se quemaron muñecos, discos y cromos, pósters y hasta sábanas estampadas. Había también una historia… una historia sobre un chico que tenía un muñeco de los Pitufos en su habitación, y que al día siguiente murió en circunstancias misteriosas…
-Era una leyenda urbana, Roxter, no se olvide de eso. No hay pruebas de que esa historia haya ocurrido realmente.
-Ni tampoco las habrá, doctor. ¿Se imagina a algún forense, poniendo en el formulario de deceso: “Motivo de muerte: asesinado por Pitufo”? Claro que no, ¿verdad?
-Escuche, Roxter, ya hemos hablado una y mil veces sobre el tema. También le he advertido que, para una personalidad obsesiva como la suya, no es bueno que…
-Voy a divorciarme de mi mujer, doctor. 
El médico se reclinó sobre su silla giratoria, sorprendido por el brusco giro de la conversación. Eso sí que era algo nuevo en un paciente como Roxter. Entrecruzó los dedos y murmuró: “Vaya, vaya”.
-La relación con mi mujer debe terminar aquí, doctor- insistió Roxter-. Ya se lo he dicho esta mañana. No lo tomó a bien, pero…
-¿Se pueden saber los motivos?
Roxter, por primera vez, se inclinó sobre el sofá y giró la cabeza para verlo. Era un hombre corpulento, que sudaba mucho, incluso en los días más fríos del invierno. Tenía una papada creciente y su mirada era astuta y al mismo tiempo febril, como la de un perro que ha pasado demasiados días sin comer. Abrió la boca y extendió las manos, en un gesto sobreactuado de incredulidad.
-Usted no entiende nada, ¿verdad?
-¿Qué es lo que tengo que entender, Roxter?
-¿De qué estábamos hablando recién?
-De su divorcio.
-Antes de eso.
El médico se pasó una mano por los ojos, irritado y decepcionado a la vez.
-No me va a decir que se divorcia, por algo relacionado con los Pitufos…
-¿Acaso tengo otra alternativa?
-Oh, por Dios- el médico pareció hundirse en su sillón, mientras Roxter, ajeno a la exasperación de su médico, le explicaba el asunto. Con creyente perplejidad, escuchó que Roxter quería divorciarse de su mujer, porque había descubierto que ésta pensaba regalarle un DVD con la última película de “Los pitufos” a su hijo de ocho años. Roxter pensaba que lo había hecho a propósito, que sus verdaderas intenciones eran las de matar a Ramirito. “Nunca lo quiso, nunca quiso tener hijos, doctor. Cuando estaba embarazada, se vivía quejando del bebé porque la había hecho engordar dos talles. Y luego le mezquinó la teta, porque no quería perder la forma de sus pechos”. Según el relato de Roxter, después de escuchar el pedido de divorcio, la mujer, como es natural, trató de hacerlo entrar en razones, pero Roxter se mantuvo en sus trece. “Me marcharé, doctor. Me marcharé hoy mismo, junto con Ramirito. Lejos de aquella bruja, y lejos, por supuesto, de aquellos malignos seres azules, que desean el alma de mi querido hijo”.
En este punto fue que el médico, incapaz de escuchar una palabra alocada más, intervino:
-Escuche- dijo, con voz calma, mientras sacaba un recetario del cajón y lo ponía sobre la mesa-. Le daré unos calmantes un poco más fuertes. Pensé que estábamos avanzando en su enfermedad, pero evidentemente usted sufrió un retroceso. Y en cuanto a su mujer… yo hablaré con ella. Ahora mismo.
-¿Le explicará el asunto de los Pitufos?- dijo Roxter, con súbita ansiedad-. Tal vez a usted le crea más que a mí.
-Sí, le explicaré todo el tema, no se preocupe, Roxter. Le diré que se olvide del maldito DVD, y regale a su hijo otra cosa, no sé, una bicicleta. La llamaré ahora mismo, y verá que todo se soluciona  muy fácil- levantó el teléfono y marcó el número de la mujer de Roxter, que lo tenía anotado en una agenda. Llamó varias veces, pero nadie le atendió. Colgó el teléfono y observó la expresión incipientemente alarmada de Roxter-. Escuche, no hay por qué pensar estupideces. Tal vez se encuentre ocupada.
-Llame a mi casa. Tiene que estar ahí.
El médico obedeció, pero el resultado volvió a ser nulo. Para ese entonces, su paciente había perdido la calma por completo y se paseaba de un lado a otro en la habitación.
De repente, detuvo su andar y sus ojos se abrieron de miedo.
-Ya es tarde.
-No, Roxter. Su mente… su mente le está jugando malas pasadas…
-¡Le digo que ya es tarde, ya le regaló el DVD!- Roxter encaró suplicante a su médico psiquiatra. Parecía una morsa ejecutando una pirueta en el acuario-. Necesito que me lleve a mi casa. Es urgente.
-Roxter…
-¡Por favor, doctor! Siempre vengo a su consulta caminando, pero me temo que hay poco tiempo…
Tuvo que acceder. De todas maneras no esperaba más pacientes durante aquella tarde. Se preguntó si, al seguirle la corriente, no estaría empeorando los síntomas de Roxter, pero lo cierto era que sentía cierta lástima por el hombre. Así que lo condujo hasta su casa, mientras Roxter se retorcía en el asiento. En un momento, su paciente se llevó ambas manos a la cabeza y murmuró:
-Debí haber comprado un gato. Hubiésemos estado más protegidos. Aquellos malditos odian a los gatos.
Llegaron alrededor de veinte minutos después. Roxter corrió hacia la casa gritando el nombre de su hijo, seguido de cerca por el médico, que trataba de calmarlo y hacerlo entrar en razones. Pese a que ya casi era de noche, las luces de la casa estaban apagadas, y eso al doctor Ellis le pareció una mala señal, aunque se abstuvo de comentar algo al respecto, para no echar leña al fuego. Entraron a la casa y de inmediato se detuvieron. Sobre la alfombra desgastada del living, había un cuerpo desnudo. Una mujer. Pese a que sólo la había visto en un par de ocasiones, el doctor Ellis reconoció enseguida a la mujer de Roxter. Se inclinó sobre el cuerpo y tomó el pulso, mientras Roxter, gritando como un loco, subía las escaleras hacia el primer piso en busca de Ramirito. Rápidamente, el médico llegó a la conclusión de que la mujer estaba muerta, y no parecía una muerte natural. Su rostro se veía azulado y tenía los labios amoratados, como si acabara de comer algún tipo de fruto rojo.
“Pitufina”, pensó el doctor Ellis, sin saber por qué, aunque luego se obligó a retirar aquel pensamiento estúpido de su cabeza. En ese momento, en la habitación de arriba, Roxter comenzó a chillar como un desaforado, mientras se escuchaban golpes sobre las paredes. El médico agarró un extinguidor que colgaba de un mueble y subió las escaleras. Se metió, guiado por los ruidos, a la habitación del fondo, donde en ese momento vio una escena muy particular, que recordó durante el resto de su vida.
El dormitorio estaba en penumbras, pero aún así podían verse algunas cosas y las siluetas de los muebles. El doctor Ellis vio la figura de un chico recostada sobre la cama, inmóvil: parecía dormido, aunque no fuese la hora de dormir, y tenía el torso al descubierto. Encaramado sobre la cama, moviéndose con una ferocidad y una velocidad sorprendentes para su corpulencia, se encontraba Roxter, dando manotazos y patadas a las paredes. El médico, sin entender nada, abrió la boca para preguntarle qué diablos estaba haciendo, pero entonces vio algo que le heló la sangre y lo hizo retroceder unos pasos. Había pequeñas sombras que se movían en la oscuridad. Estaban debajo y sobre la cama, correteando de un lado a otro y trepando por las paredes, tratando de evadir el ataque desesperado de Roxter. El médico tanteó la pared en busca del interruptor de la luz, y tal vez en ese momento emitió un gemido de miedo, porque algunas de esas sombras se detuvieron y unos cuantos pares de ojos, relucientes en la penumbra y del tamaño de dos puntas de lápices, miraron en su dirección. Ellis sintió el deseo de huir, de abandonar aquella delirante visión, pero entonces encontró el interruptor y lo accionó. La luz iluminó la habitación y descubrió los muebles y los cuerpos de Roxter y su hijo, pero nada más. Nada de sombras ni criaturas movedizas. El doctor Ellis dejó escapar una larga exhalación. “Lo imaginé. Eso es todo”, pensó, aún aturdido.
Fueron a atender al chico. Tenía la misma coloración azulada de su madre, pero aún respiraba. Roxter, agradecido, abrazó el pequeño cuerpo de Ramirito y comenzó a sollozar, mientras el doctor Ellis llamaba a la ambulancia. “También envíen a la policía, porque hay un posible homicidio aquí”, ordenó. Cortó y miró, incómodo, a su paciente.
-Los vio, ¿verdad?- dijo Roxter, con lágrimas en los ojos-. Dígame que también los vio.
El doctor Ellis recordó aquellos ojillos relucientes que lo observaban desde debajo de la cama, y luego negó con la cabeza.
-No vi nada, Roxter.
-Sí que los vio. Se lo veo en su mirada, doctor. Y ahora que sabe de su existencia, recomiendo que se compre un gato, porque ellos irán a buscarlo.
-La ambulancia vendrá en un rato, bajaré para recibirlos- dijo el doctor con frialdad. “Además, ya tengo un gato”.
Caminó por el pasillo y algo crujió bajo sus botas, cerca del rellano de la escalera. Bajó la vista.
Era un DVD de la última peli de “Los Pitufos”.
 
 
 
La investigación posterior determinó que un hombre llamado Darío Macta, aparentemente el amante de la señora de Roxter, estranguló a la mujer y luego trató de hacer lo mismo con Ramirito, pero la llegada de Roxter y su psiquiatra interrumpió el crimen. Macta huyó por la ventana de la habitación, aunque no tardó en ser apresado tiempo después. Nunca pudo establecerse el móvil del crimen, aunque Macta tenía antecedentes por robo a mano armada, y además su anterior mujer lo había denunciado por golpes y maltratos. Le dieron prisión perpetua, aunque se ahorcó en su celda antes de cumplir el primer año de condena.
Roxter no volvió al consultorio del doctor Ellis. Se mudó, junto con su hijo, a otra ciudad de la provincia, donde el doctor perdió todo contacto con él.
Y en cuanto al doctor, nunca pudo olvidar los incidentes en aquella casa. Recordaba particularmente las pequeñas sombras escurridizas, y aquellos ojos malignos que durante un segundo se habían posado en él. Comenzó a tener pesadillas y a consumir ansiolíticos. “No vi nada”, trataba de decirse a menudo. “Me dejé impresionar por el relato de aquel maldito loco”.
Una tarde, mientras veía televisión, creyó ver de reojo que una sombra de unos veinte centímetros de largo trepaba por la pared de la cocina. Giró rápidamente la vista, pero allí no había nada fuera de lo común.
El consumo autodiagnosticado de pastillas se incrementó a partir de ese incidente.
Alrededor de una semana después, mientras yacía sin poder dormir, el doctor Ellis creyó escuchar un ruido debajo de su cama de soltero.
Parecían pequeños pies que caminaban en dirección al placard. El médico se incorporó de la cama y miró, justo en el momento en que una sombra, de unos treinta centímetros de alto, salía debajo del cobertor y comenzaba a caminar hacia él. Sus ojos, grandes y luminosos, parecían llenar la habitación con una tremenda malignidad.
El doctor Ellis, lanzando un aterrado grito, tomó el cuchillo que guardaba bajo la almohada y encendió la luz, dispuesto a dar el golpe.
Era su gato.
-Mierda, Pinel, casi me matas del susto- lo reprendió. Extendió la mano para acariciarlo, pero luego la retiró. El gato se estaba comportando de una manera muy extraña, parecía inquieto por algo-. ¿Qué es lo que te pas…
En ese momento el felino dio un salto, cayó sobre la cama y abrió la boca de par en par. Sobre el cobertor vomitó los restos de una criatura azulada, de unos diez centímetros de alto, cuyos ojos sin vida parecieron observar al médico, mientras éste, incapaz de asimilar el miedo y la incomprensión, se desmayaba para no seguir cayendo en la locura...
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