Era un hombre ni joven ni viejo, que se cubría siempre con una boina raída. Jeremías, el único zapatero del pueblo, había llegado del sur, sin familia, y vivía en una casucha de las afueras. Tenía su taller en un local alquilado, un pasillo angosto con un ventanal al fondo que se asomaba al precipicio, justo sobre la selva de zarzales y aliagas que se adueñaba, bastantes metros más abajo, de aquella orilla del río que el sol jamás iluminaba. Sentado sobre un taburete, trabajaba cada día hasta el anochecer en aquel espacio ínfimo. A su alcance, junto al yunque y las hormas, había una canasta con el calzado para reparar, mientras que el ya remendado lo iba alineando en una estantería próxima a la puerta.
Cada verano, cuando acudía al pueblo de vacaciones, me gustaba pasar el rato haciéndole compañía, envueltos ambos en la neblina que producía el humo de la picadura de tabaco que él fumaba sin cesar. Allí se estaba a buena temperatura, a salvo del calor exterior incluso si la ventana permanecía abierta. Me atraía también el olor de la cola y el de las piezas de piel curtida con las que componía las suelas. Y me agradaba, más que ninguna otra cosa, escuchar las historias que contaba, sin levantar la cabeza, ambientadas en lugares remotos de nombres impronunciables y siempre diferentes, que él decía haber visitado.
El último verano que le vi, pude advertir que el contenido del capazo menguaba conforme transcurrían los días, y que las repisas de la entrada estaban casi vacías. Sin que yo le preguntase, Jeremías me explicó que se estaban poniendo de moda los zapatos con suela de goma, mucho más baratos, que la gente, cuando se desgastaban por el uso, no se molestaba en llevar a reparar. Agregó con una media sonrisa que él no conocía otro oficio, y que con poco trabajo se hubiese conformado pues por fortuna no tenía otras bocas que alimentar.
El verano siguiente encontré cerrada la puerta del taller. No aparecía en ella cartel ni aviso alguno. Pregunté a los vecinos, quienes, aunque no le vieron marchar, daban por sentado que se fue sin despedirse, lo cual, según aseguraron, no resultaba nada extraño tratándose de un hombre tan huraño como él, que no frecuentaba los bares del pueblo y que después de tantos años no había hecho ni una sola amistad.
Durante mis visitas al taller me ocupé de ir transcribiendo minuciosamente sus relatos fantásticos en una libreta de cuadrícula con espiral que él mismo me prestó, y que guardo en secreto en uno de los cajones del escritorio. Sólo espero a ser mayor para darlos a conocer y hacerle famoso.
Han transcurrido varios años desde entonces y el local sigue desocupado. Si algún día consiguen arrendarlo, no me sorprendería nada que descubriesen que la puerta está trabada por dentro.