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Los vecinos

Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada.

-¡Qué bella es la vida! -decían las rosas.

-Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!

Aquellos pajarillos eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior.

-¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron los gurriatos.

-¡No pregunten tonterías! -replicó la madre-. ¿No ven que son plumas? Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Las rosas deberían saberlo, pero no saben nada. ¡Qué vecinas tan aburridas!

-¡Escuchen los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas.

En aquel momento llegaron dos caballos; un zagal montaba uno de ellos. El mozo cortó una rosa y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban:

-¿Adónde va?

Pero ninguna lo sabía.

-A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores-.

-Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente.

Al anochecer se presentó el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente.

-He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Solo una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa lo bello?

-No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los señores, viven unas aves que pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Solo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían de nosotros.

-Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos, que no tenía aún plumas.

En el cortijo vivía un joven matrimonio. Los domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de rosas y las ponía en un florero.

-¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su esposa.

-¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona; y echó a volar.

Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero esta les dijo:

-¡Quedaos aquí!

Y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero de pronto quedó cogida en un lazo que unos muchachos habían colocado en una rama. Los chicos cogieron el pájaro y se lo llevaron a casa.

En la casa había un anciano. Al ver el gorrión les preguntó:

-¿Quereis que lo pongamos guapo?

El viejo abrió su caja, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el anciano arrancó un trapo rojo, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro.

-¡Ahora verán volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, que emprendió el vuelo. ¡Cómo relucía! Todos los gorriones se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución.

Y arremetieron contra ella a picotazos. Estaba la gorriona tan aterrorizada que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos ¡soy vuestra madre! Las otras aves la agredieron también y la pobre cayó ensangrentada en el rosal.

-¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos!

La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.

-¡Pip! -decían los gurriatos en el nido-, sin entender dónde puede estar nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?

-Pues ya verán cómo los echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos -dijo el más pequeño.

-¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó el segundo.

-¡Yo soy el mayor! -gritó un tercero.

Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.

Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.

El más pequeño, que había quedado en el nido, se instaló a sus anchas; pero no duró mucho su satisfacción. Aquella misma noche se incendió la casa. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato murió.

De entre los restos salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano y florido, el rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y tranquila.

-¡Qué bellas son las rosas frente a la casa incendiada! -exclamó un hombre que acertaba a pasar por allí.

Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de hojas blancas -pues era pintor- y dibujó los escombros humeantes, los maderos calcinados sobre la chimenea, que se inclinaba cada vez más, y, en primer término, el gran rosal florido, que era verdaderamente hermoso y constituía el motivo central del cuadro.

Pocas horas más tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan nacido allí.

-¿Dónde está la casa? -preguntaron-. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien empleado por haberse querido quedar con el nido.

Y se echaron a volar.

En un hermoso y soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano, bajaron las palomas al seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la gran escalera de la hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas, sus plumas brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones: -¡Agruparse, chicos, agruparse! -pues así parecían mejor.

-¿Quién es ese pequeñín pardusco que salta entre nosotras? -preguntó una paloma cuyos ojos despedían destellos rojos y verdes.

-¡Pequeñín, pequeñín! -dijo.

-¡Son gorriones, pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas, dejémosles que se lleven unos granitos.

Rascaban, en efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al mismo tiempo «¡pip!». Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido de la casa quemada.

-¡Qué bien se come aquí! -dijeron los gorriones.

Y las palomas se paseaban a su alrededor, pavoneándose y guardándose su opinión.

-¡Fíjate en aquella buchona! -dijo una de las palomas a su vecina-. Come demasiado. ¡Curr, curr! ¡Vaya con el bicho feo y asqueroso! ¡Curr, curr!

Y sus ojos despedían rojas chispas de indignación.

-¡Agruparse, pequeñines!, ¡curr, curr!

Así discurrían las cosas entre las amables palomas y los pichones.

Los gorriones se trataban a cuerpo de rey. Hartos al fin, se largaron, mientras intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la valla del jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a él, uno saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso.

-¡Pip! -dijo-, me lanzo.

- ¡Pip! -dijo el otro-, también yo me lanzo, y más aún que tú.

Y se entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo, de una volada se plantó en el centro y dijo:

-¡O dentro del todo o nada! Son curiosos los nidos de los hombres. ¡Toma! ¿Qué es eso?

¡Eran las rosas de la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas carboniza! ¿Cómo había ido a parar aquello a la habitación de la hacienda señorial?

Los tres gorriones se alzaron para volar por encima de las rosas y de la chimenea, pero fueron a chocar contra una pared. Era el cuadro que el pintor había compuesto.

-¡Pip! – dijeron los gorriones-. ¡No es nada, solo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto es la belleza!

Y se alejaron volando.

Transcurrieron días y aún años; las palomas arrullaron muchas veces. Los gorriones pasaron los inviernos helándose y los veranos dándose la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados. Tenían pequeñuelos y cada uno creía que los suyos eran los más listos y hermosos.

Había allí, cerca del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto al canal. Era el museo Thorwaldsen.

-¡Cómo brilla, cómo brilla! -dijo la gorriona-. Seguramente esto es la belleza. ¡Pip! ¡Pero aquí es mucho mayor que en el pavo!

Bajó al patio, donde todo era magnífico. Voló hasta allí y se encontró con varios gorriones que agitaban las alas.

-¡Ah, hola, buenos días!

Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven que formaba parte de la familia.

-¿Aquí nos encontramos? -dijeron-. Es un lugar muy distinguido. ¡Esto es la belleza!

Entraron muchas personas. Cuantos se acercaban contemplaban la sepultura de Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos de rosa caídos y los guardaban.

-¡Pip! -dijeron.


No bien las hubieron visto, quedaron persuadidos de que eran sus antiguas vecinas. El pintor que dibujara el rosal había obtenido permiso para trasplantarlo, y lo había regalado al arquitecto, que lo plantó sobre la tumba de Thorwaldsen, donde florecía como símbolo de la Belleza.

-¿Han encontrado acomodo en la ciudad? -preguntaron los gorriones.

Las rosas contestaron con un gesto afirmativo.

-¡Qué bello es vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y ver siempre caras amables!

-¡Pip! -dijeron los gorriones-. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus descendientes. ¡Qué suerte han tenido!

Se pusieron a picotear; pero el rosal quedó aún más lozano y más verde, y las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen, a cuyo nombre inmortal se había asociado su belleza.

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