Nadie es capaz de decir cuando muere un sentimiento, esta es la historia de uno que he enterrado varias veces, pero se apellida Lázaro.
Si me preguntasen un nombre al azar, se me escaparía entre los labios Raquel. Demasiados años alimentando fantasmas dejaron una tierra en mi corazón que riego todos los días con la esperanza de ver crecer una pequeña semilla no plantada, pero que una vez tuve en la mano. Me remonto, como puedo, mi memoria nunca ha sido un prodigio, a sexto de la EGB. Recuerdo unas mesas escolares colocadas en forma de “U”, dentro de un aula bastante fría, desangelada, con las paredes pintadas de un verde muy claro, techos muy altos (más para un niño). Ese año habíamos tenido bastantes incorporaciones nuevas a nuestra clase, se debía a la construcción de una urbanización justo detrás del colegio, donde se mudó mucha gente con sus hijos que buscaron una escuela próxima, la mía.
Tras unas gafas de un tono rosa pálido, con cristales bastantes gruesos, una de las nuevas incorporaciones femeninas, observaba con sus ojos azules todo su alrededor, acomodándose a un ecosistema totalmente diferente a su añorada Ávila, su cuna, su tristeza por abandonar el colegio “Vicente Aleixandre”, pasión nunca olvidada por esos breves (comparados con toda la vida) once años que pasó allí. El nombre de aquella pequeña flor que marchitaba en la tristeza era Raquel.
A las pocas semanas de empezar el curso, suspiraba por que me sentasen a su lado. A los dos meses, aún no lo había conseguido, pero ambos dedicábamos la mayor parte del día a meternos el uno con el otro. Ocultábamos sentimientos, a los que con esa edad aún no habíamos puesto ni nombre, con pequeñas rencillas que acababan en un tirón de pelo o un pellizco. Pocos recuerdos me quedan de ese año, los confundo los unos con los otros, así que para no inventar, prefiero pasar la página.
Séptimo fue la revolución de mis sentidos, empezaba a entender que Raquel era cada día más, cada día más mujer, más mi amiga, más mi sueño. Traté de ser su apéndice, donde estaba ella, dos metros por detrás, esperando que me diese permiso para acercarme estaba yo. Ella no se si lo tomaba como un juego, pero se divertía bastante. Uno de los climax de ese año fue el día de San Valentín. Con inocencia infantil y mil pesetas, compré un joyero de porcelana con la forma de corazón, la tapa negra y la caja blanca. El paso del día dentro de mi mochila escolar, hizo que el papel de regalo acabase muy deteriorado, tanto que ahora no puedo más que sonreir al recordarlo. Durante un receso en las clases lo introduje en su mochila, dentro del joyero iba simplemente un papel con mi nombre.
No me dijo nada, eso me dejo muy tocado, incluso fantasee con la adolescente atracción del suicidio (yo sabía que no eran motivos, ni yo tenía valor para hacerlo), lo que supuso una forma de llamar su atención, por que, como es lógico, yo lo pregonaba entre un grupo selecto que sabía se lo haría llegar. Tras un recreo y con ojos vidriosos, me dijo que si era gilipollas, que eso era tontear con cosas muy serias, que ella no era quién para provocar eso. Pero seguía sin darme siquiera las gracias por mi regalo. Entonces empezaron las lágrimas, a cualquier hora, siempre por ella, la primera, la única por la que he llorado. La primera época-fuente, duró un mes. Hasta “La Carta”.
Raquel tenía dos hermanas mayores, con la anterior a ella tenía un relación de confianza superlativa, estudiaban juntas (cada una acorde a su curso) y entre línea y línea se pasaban notas juveniles, sobre chicos. En el noble arte de pinchar a las chicas que teníamos mi grupo de amigos, se incluyó el cotilleo de carpetas, en un registro rutinario en la carpeta de Raquel, encontramos una de las cartas con su hermana, hablaban sobre mí. El contenido exacto se resume en que “yo” le gustaba a “ella”. No supe asumirlo, desde entonces solo pensaba en hacerla pasar lo que yo pasé (aún pensaba que lo ya pasado sería lo peor en mi vida).
No tardó mucho en olvidarse de mí y yo ver desinfladas todas mis ínfulas de joven conquistador. Ese final de curso las relaciones fueron bastante frías, seguía siendo mi estatua de mármol favorita, pero solo podía admirarla de lejos, sin acercarme a su corazón para no despertarla.
En octavo nació el reencuentro, pero esta vez para ella solo fui un amigo, el mejor, al que confiaba todo lo que yo no quería saber, sobre el hombro que lloraba el que Ivan no la hiciese caso, mientras a mí me resbalaban lágrimas por la mejilla al ver mi completa invisibilidad ante los ojos de su corazón. Venía a la puerta de mi casa para hablar junto al portal de sus sentimientos, tal vez me intentaba decir cosas que yo no comprendía. No fue un buen año, lo seguía pasando muy mal.
Ante los tres años de BUP puedo dar unas pinceladas generales. La lejanía entre los dos se había vuelto absoluta, éramos dos extraños con caras familiares en el trato, no así en mis sentimientos, en los que estaba presente a pesar de mis primeros escarceos con chicas. Ella no es quedaba atrás tenía su explosión de belleza juvenil, cada día era mejor, se le aclaró la sonrisa, cambio la montura de sus gafas dando mayor expresividad a sus ojos, se formo como una pequeña mujer y salió con algunos chicos, mi mayor anhelo era observarla todos los días, silenciosamente desde la otra punta del aula. El único momento realmente íntimo entre los dos, fue en tercero de BUP, tal vez porque sabíamos que sería nuestro último año juntos y el azar nos unió para un trabajo de latín. Quedamos en su casa, el primer shock fue ver en la mesilla de su cama el joyero que la regalé en séptimo, ni me acordaba como era. Ante mi cara de estupor me dijo, “ya se que es tuyo, pero no te lo pienso devolver”. Con un temblor de manos intenté concentrarme en el trabajo, sacamos lo que pudimos, y al irme a casa me acompaño hasta la calle, en ese momento, con la oscuridad por testigo y palabras muy seguras, me agradeció el regalo, me besó, no fue mi primer beso, pero si con el que hoy todavía me queman los labios y las lágrimas, ya que seguido se encargó de dejarme claro que aquello significaba mucho, pero llegaba tarde.
Se acabo la etapa de nuestra vida compartida, después llegó la carrera, solo nos veíamos una vez al año en la fiesta de promoción, a la que yo procuraba nunca ir solo (quizás por miedo) y en la que ella nunca estuvo sola. Encuentros fortuitos en el metro, en bares, conversaciones vacías, yo por miedo a decirla que aún me acordaba de ella, ella por no tener ya nada en común conmigo. Hace más de dos años que no la veo, se ha cambiado de casa, está viviendo con su novio (todavía tenemos amigos comunes), pero de vez en cuando no puedo reprimir esa tristeza que me hace ir hasta el que era su portal y fumarme un cigarro (con ella di mis primeras caladas) mientras una lágrima desciende por mi cara. Con dieciocho años escribí una frase que se me quedó para mucho tiempo respecto a ella: “Hoy mi fecha de nacimiento ha cambiado, ahora es seis de Octubre y mi signo del Zodíaco es ae” (ae era la forma cursi que tenía ella de escribir las X)
Creo que hoy por hoy ya lo tengo bastante superado, a la gente que se lo he contado lo simplifica como un trauma adolescente, o que no he encontrado quién la sustituya aún, yo creo que sí, he tenido varias relaciones largas con las que seguro he sido más feliz de lo que nunca lo hubiese podido ser con ella. Pero no me resisto a olvidar a mi primer amor. Creo que voy a tener que romperte.
Vale, dejame estirar la manta, ponerla un apéndice para que te tape de pies a cabeza, pero no tires la manta porque sabes que te necesita.