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Érase una vez una bella princesa que había sido educada por su madre, la reina, en las bellas artes de la costura, el tejido y el bordado, labores que disfrutaba mucho.
Cada día la princesa salía al balcón de su habitación, desde donde se podían tener magníficas vistas del campo, y allí se sentaba a pasar dos o tres horas lo mismo cosiendo, que tejiendo o bordando.
Un día como otro cualquiera, mientras cosía una bonita prenda, vio como siete relucientes conejos blancos correteaban por el campo y fueron a hacer una rueda, justo debajo de su balcón.
Sorprendida y contenta por la agradable visita, la princesa se inclinó en el balcón y en el descuido se le cayó el dedal, el cual recogieron los conejos para inmediatamente salir corriendo.
Un día después la escena se repitió y en otro descuido la linda princesa dejó caer su cinta. Otra vez uno de los conejos tomó el accesorio en su boca y todos salieron corriendo hasta que la muchacha ya no pudo verlos.
Pasó otra jornada y nuevamente, mientras el ser más querido por el rey y la reina bordaba, aparecieron bajo el balcón los siete conejos, que inmediatamente atraparon la atención de la princesa.
Esta, entretenida y deleitada por la belleza de los animales, no se percató cómo se le escurría hacia donde estaban los animales sus tijeras, las cuales fueron tomadas por una de las criaturas para acto seguido salir todas hacia un sitio que la princesa no podía discernir.
Tras la pérdida de las tijeras la escena ya habitual se repitió, de forma que la princesa perdió también, aunque no le importaba, un ovillo, un cordón de fina seda, un alfiletero y su peineta.
…
Misteriosamente, el día después de que la princesa perdiera su peineta los conejos no aparecieron más al pie de su balcón.
Esto sumió en una profunda tristeza a la princesa, que había quedado prendada desde el primer día de la belleza de las criaturas, que animaban sus días como pocas cosas, incluso más que la costura, el tejido y el bordado, actividades que disfrutaba mucho y hacía tan bien.
La tristeza se acrecentaba por día y la bella princesa, orgullo de toda la comarca, cayó profundamente enferma de pena.
Sus padres, los reyes, acudieron de inmediato a los mejores médicos del reino y otros dominios aledaños. Mas ningún especialista podía dar con un diagnóstico certero, que definiera el motivo de la pena y la enfermedad de la heredera del trono.
Casi vencido por el temor de perder a su niña el rey se dirigió a toda la comarca y anunció que quien fuese capaz de salvar a su pequeña, sería recompensado con muchísimas riquezas.
En caso de ser un hombre el salvador, al dinero se unía la mano de la princesa, cuya belleza tenía enamorado a todos los hombres del reino.
A partir del anuncio aparecieron más y más médicos, curanderos y espiritistas, pero ninguno daba con la cura para el mal de la princesita.
…
De pronto un día, una madre y su hija, que vivían de la herboristería, acudieron confiadas de que tal vez ellas podrían salvar a la princesa.
El rey lo dudaba, pues no confiaba más en los remedios alternativos que en la medicina. No obstante, sin nada que perder, permitió que la señora y su hija se acercaran a la enferma, pero sólo al día siguiente, ya que en esa jornada había sido examinada infructuosamente por dos curanderos.
Al día siguiente, de camino al palacio, las duchas manipuladoras de hierbas decidieron tomar un atajo que aparentemente les acortaría el camino.
Quiso el destino que al pie de la loma final del atajo ambas mujeres vieran un raro agujero, a través del cual se vislumbraba una rústica pero a la vez bella y ordenada cueva, en la que había una mesa y siete sillas.
Tanto llamó esto la atención de las damas que permanecieron allí unos minutos, los suficientes para ver cómo siete conejos muy blancos se movían en el interior de la caverna e inexplicablemente todos al unísono, se convertían en bellos príncipes para almorzar.
Mientras degustaban los alimentos, los príncipes se pasaban objetos de costura y celebraban la belleza de la princesa a la cual pertenecían. Por lo que pudieron escuchar la señora y su hija, que comprendieron enseguida de quién se hablaba, los siete deseaban tener a la chica con ellos.
Así, decidieron reemprender su camino al castillo para salvar a la codiciada princesa, no sin antes ver que al otro lado de la cueva había una puerta camuflada entre florecientes arbustos.
…
Una vez con la princesa, que estaba harta de recibir a todos los que supuestamente la curarían, las mujeres contaron lo que habían acabado de experimentar.
En fracciones de segundo los ojos de la muchacha se abrieron y pidió más detalles al respecto, con lo cual las sospechas de la señora y su hija, expertas en herboristería, se concretaron.
La princesa estaba enferma de pena por no haber podido ver más a los conejos, los cuales al parecer la habían magnetizado con su belleza escondida de príncipes, al igual que ellos estaban encantados por ella.
Para confirmar aún más su hipótesis la señora y su hija hablaron de todo esto con la princesa, la cual se sentía ya tan bien que pidió de comer a su padre.
Este, gustoso por la pronta recuperación de su hija, le permitió ir al día siguiente a la dichosa cueva junto a las expertas en hierbas.
…
De esta manera, la princesa presenció la misma escena que le habían comentado la señora y su hija, pero antes de interrumpir la rutina de los conejos-príncipes prefirió ir a la puerta escondida y aguardar el momento exacto en que empezasen a hablar de ella.
Cuando este llegó, abrió con fuerza la puerta e irrumpió en el interior de la cueva, diciendo que allí la tenían y que por tanto no había necesidad de añorarla, así como tampoco ella esperaba tener que sufrir más por ellos.
Los siete príncipes se pusieron radiantes de alegría y todos bailaron junto a la princesa, mas solo uno podría desposarla y tenía que ser ella quien eligiese.
La bella hija del rey accedió gustosa y escogió del que rápidamente se sentía enamorada, el cual casualmente había sido el primer conejo en llevarse algo suyo, su dedal.
Con la aprobación de sus padres la princesa se casó con el príncipe y vivieron felices para siempre. Los otros conejos desposaron bellas mujeres del reino y todos, los siete conejos blancos, que como sabemos eran príncipes, vivieron en el palacio real hasta el fin de sus días.
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