Haría de aquella seis meses que sitiaron la ciudadela y sólo unas pocas semanas que los malvados entes se habían apoderado del castillo. Entonces, los elfos huyeron al norte a pedirle ayuda a sus congéneres del bosque. Ya habían formado un ejército, de unas ciento cincuenta centurias, y ahora se disputaban la victoria a las puertas de su antiguo reino, que les fue arrebatado con la guerra.
Retrocedieron aún más en sus posiciones, cerrándose en círculo en la cima de un montículo desnudo. El pequeño grupo de Elfos se encontraba demasiado alejado del resto del ejército y notablemente más cerca del castillo élfico, que en aquellos momentos era un hervidero de orcos y goblins. El comandante Heles-Mohor miraba con preocupación como los goblins se arremolinaban a su alrededor y buscaban con ansia y anhelo un fallo en la barrera protectora de los escudos; pues en aquellos momentos formaban en posición de defensa, cerrados es círculo con los escudos alrededor, arqueros y ballesteros cubiertos en el centro. A sus pies yacían decenas de orcos y goblins muertos. Pero eso no era motivo para echar atrás a las oleadas de estos seres que les atacaban. Pasando por encimada de los cadáveres de sus congéneres, los pieles verdes como mucho se molestaban a recoger un arma o un carcaj para seguir luchando.
De pronto, un redoble de tambores. El sonido potente y seco se extendió por todo el vado hasta las estribaciones que lo delimitaban. A los elfos se les sobrecogió el corazón, ¿qué harían ahora los monstruos?.
Las filas enemigas dejaron de moverse, justo en uno de los momentos que más apuro pasaba la pequeña compañía. Los escuderos recuperaron al aliento, los arqueros se sacudieron el polvo de las mayas y recuperaron el equilibrio. Heles-Mohor alzó la vista, desconfiado.
- ¡No bajéis la guardia! – les gritó a sus soldados - ¡preparaos para recibir otro ataque!
Como había supuesto los orcos cedieron un par de pasos y volvieron a abalanzarse con renovadas fuerzas sobre el grupo de elfos. Chillaban y aullaban enfurecidos mientras que el comandante hundía su espada en todos aquellos que se acercaban demasiado. Se seguía escuchando la percusión que venía del castillo, como una leve melodía de fondo entre el insufrible griterío de la acometida.
Una lluvia de flechas llegó desde las ventanas del castillo. El clamor de batalla era atronador, y un incesante oleaje de fieras azotaba a los elfos, que poco a poco iban retrocediendo en sus posiciones.
De pronto, sin darse cuenta, Heles-Mohor yacía en el suelo, a una yarda de su grupo. Había caído rodando, seguramente empujado por el enemigo, y había dado de bruces contra un árbol alto. Vio entonces a los goblins de piel verde y a los orcos, altos como brezos, atacando a su compañía. Se pasó la mano por la frente tratando de enjuagar un poco la repugnante mezcla de sudor y sangre negruzca que se la recorría chorreando. Se sentía muy magullado, pero aún así trató de levantarse. Las criaturas malignas no habían notado su presencia en aquel rincón del campo de batalla, o al menos eso pensaba cuando a un palmo de su nariz se pararon los astrosos y deformes pies de un goblin.
- Vas a morir, elfo repugnante – dijo con un siseo gutural. Alzó la enorme maza que portaba y se dispuso a aplastar la cabeza del comandante elfo.
Heles-Mohor pensó que aquel era su fin. Pero cuando el ser verdoso levantaba la maza con las dos manos por encima de su cabeza, un pesado golpe de alabarda en la caja torácica lo hizo partirse literalmente por la mitad. Cayó en dos pedazos dando un estrepitoso alarido, como el lamento de un animal herido.
El elfo aún temblaba de pies a cabeza cuando pudo ver el rostro de su salvador. Era una chica de su compañía llamada Rasa-Ídek. La soldado elfa tenía el pelo muy corto, de un castaño rojizo, ojos cobrizos y unos brazos verdaderamente musculosos. No era muy alta, pero se le daba bien la lucha, por lo que entró en el ejército desde el momento en que los orcos sitiaron su hogar. Recogió la alabarda y le acercó a su comandante su espada.
Heles se incorporó pesadamente, ayudado por la muchacha.
- Vamos, mi comandante, que no ha sido nada. Un estúpido goblin, nada más.
- Muchísimas gracias, no sé que habría sido de mí sin tu ayuda. Volvamos a nuestros puestos. Parece que han caído unos cuantos monstruos y ahora se andan reagrupando para volver a arramblar contra nuestros escuderos.
Blandiendo con maestría la alabarda y la espada los dos elfos despacharon a unos cuantos goblins hasta que volvieron a juntarse con la compañía.
El resto de ejército elfo avanzaba lentamente. Se abrían paso sin demasiada complicación entre las filas de orcos y goblins. Aunque estos monstruos eran fieros guerreros, los elfos son unos rivales duros de roer. De los tres dragones de fuego que habían llevado los elfos consigo, sólo uno se mantenía en pie. Otro había muerto acuchillado por los generales orcos más salvajes y el tercero, el que más cerca estuvo y estaba del castillo, yacía herido e inmóvil junto a la almena septentrional.
La situación del grupo empeoraba por momentos. Ya habían perdido tres escuderos más, los arqueros y ballesteros no daban abasto a disparar flechas, y sólo quedaban dos armas que se pudiesen blandir frente a los enemigos. Rasa-Ídek estaba herida en el brazo, la saliva corrosiva de la mordedura de un orco hacía que perdiese movilidad en la pierna izquierda por momentos.
Chillando rabioso y babeando espuma blanquecina, un orco de piel pardusca cogió del cuello al comandante por la espalda. Sin apoyo, el elfo forcejeó un rato, hasta que consiguió librar del monstruo y decapitarlo con su élfica espada. Se acercó a su joven soldado que momentos antes le había salvado de la muerte y se dirigió a ella así:
- Esta situación es insostenible. Estoy exhausto. En mi haber hay 36 bestias de estas y ya no puedo más. Estoy confuso y fatigado. – Alzó la voz y les comunicó a todos aquellos de lo suyos que aún vivían - ¡Recoged a los heridos que encontréis y batiros en retirada. Regresad hasta donde se encuentran nuestras filas y nuestro rey. Este intento de adelantarse ha sido un fracaso!
Los soldados se volvieron obedientes. Todos menos una.
- Mi señor – dijo Rasa-Ídek mientras arrancaba su arma del cadáver de un orco que yacía en el suelo-, no podemos abandonar ahora. Aún nos queda una opción. Nuestro dragón de fuego está malherido pero aún sigue vivo, lo sé, puedo sentirlo. Él es la única esperanza que le queda a esta expedición, de la que sólo quedamos nosotros. Si conseguimos llegar hasta él y usar la magia de cura... estaremos lo suficientemente cerca del castillo como para abrirle paso al resto del ejército y recuperar lo que nos fue arrebatado.
- Suena arriesgado. Pero me gusta el riesgo – dijo el comandante. Un brillo de esperanza e ilusión se dejó ver en sus ojos claros – Además, si hemos de morir, ¡¡lo haremos luchando!!
- Así se habla, señor.
Los dos elfos se escurrieron con sigilo hasta unos pequeños matojos que se arremolinaban a los pies de una hilera de robles. Ocultos por la maleza y arrastrándose silenciosos pasaron por encima de unos cuantos enemigos caídos. Rasa-Ídek se detuvo a recoger un carcaj enemigo y un ornamentado arco. Siguieron avanzando, ligeros como el viento, pero pronto se les hubo acabo la leve protección de la maleza. Agazapados, codo con codo, se miraron a los ojos. A la de una. A la de dos. ¡¡A la de tres!!.
Con violencia y agilidad, los dos elfos saltaron de entre los arbustos y atacaron a cinco orcos que estaban cerca ajustándose la armadura. No quedó ni uno vivo. Prosiguieron abriéndose paso hasta donde se encontraba el dragón; abollaban yelmos, hendían escudos, decapitaban enemigos, los empujaban y seguían delante resueltamente.
Pronto se encontraron cerca del dragón de fuego. De aquella, la soldado apenas podía caminar, arrastraba la pierna y se asía levemente a su comandante. Una última carrera y estaban protegidos tras una de las enormes patas del fiero aliado. La elfa se apoyó de espaldas en el animal, el corazón le latía con violencia y le costaba coger aire. Los orcos removían las piedras buscando a los elfos y los goblins hacían pirámides con sus cuerpos para escudriñar el campo de batalla.
Se hizo una luz centelleante en el cielo, tras las montañas, y al instante un trueno dejó sin aliento a todas las criaturas que allí peleaban. Dos rayos más cayeron, iluminando la escena. Pronto una llovizna salpicó el rostro enjuto de los goblins, lavó el rostro de los elfos y creó un nuevo ambiente en la batalla.
- Ahora o nunca. Los monstruos están confusos. Podremos curar al animal sin problemas – dijo Rasa-Ídek.
Arrodillada junto al animal le impuso sus manos. Heles-Mohor hizo lo mismo estando en pié junto al cuello de la bestia. Ambos elfos comenzaron a invocar la magia de la curación. Un brillo azul y refulgente les cubrió a los tres. Centenares de pequeños brillos caían a su alrededor y acababan en el suelo hachos ceniza. Algunos orcos contemplaban la escena desconcertados, no se atrevían a actuar frente aquello, fuera lo que fuese. Pronto los brillos cesaron, todo volvió a sumergirse en la oscuridad de la llovizna.
Los elfos que avanzaban en formación hacia el castillo, a pie o sobre bestias, lo vieron. También lo pudieron ver Halep y Hussesnar-Uglummaär, rey y reina de la compañía élfica. Vieron como junto a su castillo, se alzaba la figura de un antiguo aliado; con los ojos rebosantes de cólera y vomitando sangre, el dragón Korn se levantó pesadamente. Lanzó un bramido agudo y escupió un fuego morado alrededor de la muralla. La sangre, le recorría las escamas rojas y mancilladas del lomo, los chorros brillaban y se mezclaban con la lluvia. Y sobre él, los dos elfos mantenían el equilibrio, lanzando flechas y viendo la tesitura de la batalla. El animal volvió la cornuda cabeza hacia sus aliados; algunos aseguran que pudieron vislumbrar una sonrisa. Dio un segundo alarido, mucho más fuerte esta vez; sonó como un coro formado por miles hombres reclamando venganza al mismo tiempo.
Después, el dragón volvió sus llamas hacia las ventanas del castillo, donde se encontraba el enemigo disparando flechas y arrojando aceite hirviendo. Fuego morado, un fuego que no quema objetos, pero que causa la muerte súbita a aquel que alcanza.
El ejército comenzó a gritar, y a entonar himnos de victoria mientras avanzaban a gran velocidad, con el camino prácticamente despejado. Los orcos y los goblins no daban crédito a lo que veían sus ojos, los elfos atacaban con más ganas que nunca y uno de sus dragones parecía haber vuelto del reino de los muertos. Al poco rato ya había tres escalas élficas colgadas del castillo.
Muchos orcos murieron y huyeron de nuevo hacia las cavernas cuando los elfos retomaron su castillo.
- Si salimos de esta, que parece ser que saldremos, te nombro sub-comandante – le dijo Heles-Mohor a la elfa.
- No lo hagas; porque yo le he salvado la vida a un comandante... ¡Pero muchos de éstos que ahora vienen a apoyarnos también han salvado las vidas de sus compañeros! Déjame ser soldado... junto a ti... – el dolor de las heridas hizo que desmayase.
Por muchos años, los elfos vitorearon estos nombres: Heles-Mohor y Rasa Ídek.