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Categoría: Sueños

Relato de un sueño tenebroso.

Me presento a vuesas mercedes:
Me llamo Rodrigo y vivo en las afueras de una pequeña y vieja aldea al norte de Castilla, en el camino que se dirige a Santiago, por el que acuden peregrinos venidos de toda Europa a visitar la tumba del Apóstol.
Relato a vuesas mercedes este hecho, ocurrido en el presente año del Señor de 1.522 cuando gobierna en el reino de España y los territorios de las Indias, nuestro rey y señor don Carlos I.
Treinta años antes, en 1.492, terminamos de guerrear contra los moros de Al-Andalus recorriendo sus tierras luchando bajo el pendón de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel.
Terminadas ya las luchas de reconquista de los territorios del reino de Granada que hasta entonces aún estaban ocupados, sus majestades nos dieron las prebendas necesarias y las licencias para volver a nuestras tierras e instalarnos en ellas en la paz, tras las luchas.
Hice mi casa como he dicho, en las afueras de una pequeña aldea, y aquí vivo desde entonces, dedicado a la crianza de mis animales, que es lo que me da las rentas que necesito para llevar adelante a mi familia.

Después de un día muy duro de trabajo, caí rendido por el cansancio. Mi mujer se acostó en otro aposento para que yo pudiera dormir mejor.
Nada más echarme en la cama, quedé dormido como un niño. Comenzaron en mi mente a formarse sueños extraños, personajes misteriosos y quimeras difíciles de explicar.
De pronto un enorme murmullo de voces recias y viriles se escucharon ante mi cama, y en ese momento, se apareció en mis sueños un caballero muy alto que iba vestido con mallas y armadura de hierro. Tenía una barba gris muy poblada, y en el pecho de la armadura había una gran cruz.
En la mano derecha empuñaba una gran espada de las usadas en las grandes contiendas, la izquierda asía un escudo protector con una cruz pintada también en el centro, y la cabeza estaba cubierta y protegida por un casco de guerra.
El caballero permanecía inmóvil y en silencio hasta ahora, pero su penetrante mirada me atravesaba el cuerpo y alma; parecía como si me conociera.
Sus ojos no dejaban de brillar en la oscuridad de mi humilde aposento, y mirábanme fijamente. Yo estaba paralizado por el terror y no me era permitido poder hablar, pero sacando fuerzas de donde no las había, pude vencer un poco mi miedo y estaba dispuesto a preguntarle quien era, cuando repentinamente, el caballero, excitado y muy enfurecido, me dijo:
-¿Qué haces tú durmiendo en lugar sagrado? ¡Levanta bellaco, y ven conmigo a defender los caminos de la fe y los santos lugares de Tierra Santa!

No supe qué decir, temblaba de miedo. ¿Era un sueño? Parecía tan real que yo sabía que soñaba, pero no podía despertar de la pesadilla.

Armándome de valor, me incorporé en el camastro y sentado, planté cara al intruso que se había metido en mi cuarto, y le pregunté:
-¿Quién sois vos, caballero, que tan enfurecido me habláis?

El guerrero hizo un gesto contrariado por mi osadía de preguntar su nombre, e izó la enorme espada, cuando exclamé:
-¡Teneos, por Cristo vivo!
El hombre retrocedió volviendo a dejar el arma con la punta apoyada sobre el suelo.
-¡Sacrílego endemoniado! ¿Cómo osas preguntarme a mí, que estoy dando mi vida por defender la fe de Cristo y los caminos de Jerusalén, mientras que tú duermes en lugar que no debieras? –y continuó diciendo:
-¡Bernardo es mi nombre, y soy caballero de la orden del Temple, ven conmigo a luchar contra el infiel, o aquí has de morir y rendir tu alma al Creador y Hacedor del mundo!

El alto caballero de mis sueños pareció esperar una respuesta; y yo se la di.

-No sé qué pretendéis honorable caballero, -exclamé- ni cual es el destino de vuestra alma, pero por Cristo que no he de moverme del lugar dónde estoy, que es mi hogar y el de mi familia; ni seguiros a ninguna parte, a vos, que sois un hombre aparecido en mis sueños.
-Y a fe mía que si fuerais real, -proseguí diciendo- bien mediría la dureza de mi espada con el acero de la vuestra; ¡pero pardiez, que no sois más que un sueño!

Los enormes ojos del Templario brillaban en exceso pareciendo enrojecer de ira y querer salir de sus órbitas, cuando sin esperar el envite, con la rapidez del rayo, su mano se alzó empuñando con brío la espada, y soltó una gran estocada que iba destinada a abrir mi cabeza en dos partes, si antes yo no me quitara de su mortal camino.
Como bien pude, en el último instante esquivé el golpe fatal del espadazo, pero con la mala suerte que el caballero de mi sueño fue listo en demasía, y logró hacer brotar la sangre en mi brazo izquierdo, meced a la gran cuchillada que me asestó en él.
La espada tras abrir mis carnes, golpeó en el camastro y destrozó el jergón, las ropas y mantas que servían para cubrirme, haciendo un enorme agujero alargado en mi lecho.

Di un gran salto en ese momento, saliendo de la cama para defenderme y grité tan fuerte como pude pidiendo ayuda.
El caballero del Temple se esfumó a pesar de estar la puerta cerrada, y desapareció tan velozmente, que no dio tiempo a nada más. Busqué luz que me alumbrase y tras hurgar por toda la casa no hallé a ningún caballero. Mi esposa vino entonces en mi ayuda al oír los gritos y nada vio en la casa; todo estaba en grande calma y paz.

El mucho dolor que comencé a sentir en mi brazo, hizo que me quejara. Mi mujer lanzó un grito desgarrador al ver la gran brecha abierta y sangrante que había en el brazo izquierdo. Corrí a la cama y vi también el desgarro de ropas y mantas ensangrentadas que había sobre ella. No supe, y me fue imposible explicar a mi mujer nada de lo ocurrido; tan sólo pude decir que fue un sueño la causa de toda aquella sangre que manchó mi cama y se me derramaba por la enorme raja hecha en mis carnes.

Cuando pasaron unos días y hube recuperado el aliento y las fuerzas que casi me abandonaron hasta el extremo de estar a punto de entregar mi ánima a Dios, fui a un monasterio carmelita que hay cercano al pueblo, y expliqué lo ocurrido al abate del mismo, así como la conversación mantenida con el extraño monje guerrero, y las cosas que me dijo.
Tras varias indagaciones en viejos tomos y legajos, y gracias a los estudios de los monjes, determinaron con absoluta certeza que la causa de todo aquello parecía estar en que yo habitaba en una casa que había edificado con mis propias manos, sobre las viejas ruinas de un monasterio o iglesia Templaria derruida hacía trescientos años, donde también entre sus muros había un viejo hospital que daba cobijo, prestaba auxilio y reponía la salud de los peregrinos que por ella pasaban, y que estaba custodiada por monjes caballeros del temple.
Uno de aquellos caballeros Templarios, murió valientemente, espada en mano, en la brava defensa del hospital y la iglesia; se llamaba Bernardo Díaz.
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Datos del Cuento
  • Categoría: Sueños
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