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SE SUPLICA A LA MUERTE

A la postre, es menester que triunfe
la muerte, porque le pertenecemos por
el hecho mismo de nuestro nacimiento,
y no hace sino jugar con su presa
antes de devorarla.

Sentimos el dolor, pero no la ausencia de dolor.

Arthur Schopenhauer

Había deseado dar fin al tedio de su vida y quizá por eso, debajo de la mordaza con la cual cubrieron su boca y a pesar del dolor, Vicente mostró un gozo de teatro. El miedo empezó con el primer golpe, suavecito, pero seco, sólo para mostrarle que un secuestro es un secuestro, luego fue la pistola acariciándole el pecho, la sien izquierda.
Todo sucedía al salir de su hogar rumbo a su trabajo como oficinista. No sería su clásica vida diaria: ocho horas archivando papeles, la comida insípida de la tarde, los gritos de su jefe, las mofas de sus compañeros por su cabeza calva, por su orondo estómago. Pensó en sus hijos, en los gritos de siempre que le hacían desesperarse “¡Cállense todos!”, gritaría hastiado, luego en su sillón, con el periódico, la sección de deportes, la televisión encendida, fumaría su cigarro veinte. “No fumes en la casa, le hace daño a los niños”. Con el diario, con los cigarros, encerrado en el baño buscando inútilmente mimetizarse en mueble. “Papi, me anda mucho”, “Usa el de arriba”, “Mi mami se está bañando”. Pensó en su esposa: “Gordo, hazme el amor”. Su mujer aproximándose enfundada en su camisón negro transparente con un orgullo de autoengaño, sin siquiera disimular la piel fofa, llena de hendeduras amorfas. “Apaga la luz”, su ruego para no ver aquello, para imaginarse en brazos de alguna compañera de la oficina. Por la mañana, al trabajo, al hastiado: lo de siempre.

Quieto, respira la mugre de unos zapatos. Está tendido como parte del piso de la camioneta negra pick up camper que circula sin prisa. Siente sus muñecas tiesas de tan apretadas y escucha algunas voces de sus captores.
Le dolió aún más la comisura de los labios como si pronto fuera a brotarle una fuente de sangre. Intentó comunicar su angustia, pero un golpe no le permitió ya ni siquiera pensarlo.
––¡Baja la cabeza, cabrón!
La luz ausente, el negro de las palabras, mientras siente como el vehículo, sube y baja por las colinas de Tijuana. Cada vez más cerca la orillas, los cementerios clandestinos, la complicidad de los caminos de tierra, según ha leído en los diarios. La mordaza somete las palabras, abre llagas y limpia el dejo de fragancia de su esposa. Las ataduras de las muñecas parecen fácilmente rasgarlas. El ardor en los ojos anegados de sal. El intento de adivinar qué pasa sólo se queda confuso. La emoción del principio es ahora terror. Añora ya las peleas constantes de sus hijos, los reclamos de su mujer, el cuerpo de ella abrazándolo durante la noche, exigiéndole las caricias de antaño, como si fuera lo mismo acariciarla en años de madurez que en los de juventud. El llanto no tarda, moja la venda, se escurre por el rostro, baja presuroso, pero ninguno de los presentes se detiene a verlo.
El recuerdo de su esposa. Justo unos días antes se quejaba con ella de su cansancio, de la rutina, de los hijos, de sus veinte años de burócrata y cuarenta de vida, casi cuarenta y uno. Incluso pidió el divorcio estimulado por algunos tragos; después, se arrepintió al ver a su esposa llorando, al llorar él. Luego se abrazaron y ella le dijo que haría lo posible por cambiar las cosas. Agradeció tener una mujer tan paciente, tan entregada e hicieron el amor y ahora… Aquello para Vicente era una confusión, ¿qué otra cosa? Para qué querrían esos tipos a una persona como él: sin dinero.
El secuestrado reciente los movimientos bruscos del vehículo, a cada vuelta su cuerpo rueda y escucha las risas de burla de sus captores.
Un pie en su espalda lo detiene, Vicente siente sobre su cuerpo una navaja que produce un sonido similar al de una herramienta de carnicero cuando limpia la piel de los cerdos. El custodio se divierte, fuma un cigarro sin filtro y da un trago del humo para soltarlo sobre su prisionero a quien envuelve con un ligero roce de muerte lenta.
El movimiento de la navaja se detiene en la ingle de Vicente por algunos segundos para mostrarle su filo. Gime de dolor, su rostro se deforma como caricatura negra; su grito queda atrapado en la mordaza. Desea el fin de aquello. “Señores, me confunden, no soy gente importante, de verdad, me confunden”, pero a los oídos de sus captores las palabras sólo son balbuceos.
El rostro también es recorrido por la navaja como caricia tosca entre las arrugas aparecidas de pronto, continúa su camino por el estómago desnudo, llega al pecho y el frío metal se humedece con el sudor emanado del cuerpo regordete. Veinte años de casado, veinte kilos más de peso. Recuerda las cantaletas de su esposa: “Debes hacer ejercicio, te puede dar un ataque cardiaco”, “No debes comer tanto”, “¿No quieres llegar a viejo?” Y ahora ya no importa estar gordo, ya no importa el corazón.
––Después de esto no querrás ser la competencia, ya verás.
“¿Competencia? ¿De qué hablan?”
––Tenemos la orden de eliminarte ––escucha––. La zona del Jefe es sagrada, nadie puede disponer de lo suyo, pero tu clica se nos adelantó en varias ocasiones; bajo tu riesgo cabrón. ¡Ya no venderás ni un gramo! ¡Todo fue bajo tu riesgo! ¿Sabes qué provocaste.?
“¿Droga? ¿Yo vender droga? ¡En mi vida, señores!” Por un momento se alegra, sólo están confundidos; luego se aterra, morirá por un error. “¡Yo no soy!” No sale el grito. La voz se adhiere a su piel, regresa a su garganta y el estremecimiento hostiga, empieza a vagabundearle desde la punta de sus cabellos, transita por su espina dorsal y se pierde cuando llega a sus pies en un lapso interminable para él. “No señores, yo no vendo droga. ¡No, están equivocados! Soy un empleado del municipio, gano seis mil pesos mensuales, no es mucho, pero me alcanza para mantener a mi esposa y a mis hijos. Con eso es suficiente. ¡No necesito vender droga!”
––Poco a poco, cabrón. Vas a saborear la muerte despacito ––escucha y una herida más le da de probar esa muerte.
Las risas, el motor sordo de la camioneta, su llanto y el primer martilleo; Vicente espera la detonación y hace frío; un frío de adentro hacia fuera y sin embargo suda y la venda de los ojos ya no aguanta tanto líquido. Su corazón se detiene unos segundos. Aprieta los párpados, fuerte como cuando se quiere despertar… está despierto.

La voz acompaña el chasquido de una pistola y Vicente la escucha como parte de la misma expresión; después, siente el cañón del arma nuevamente reconociendo su sien.
––¡Mátalo ya!
Hasta él llega la sentencia de uno de los sujetos, quien se comunica con su compañero por la ventanilla entre la cabina y el camper. La reducida atmósfera se llena del bang-bang y el miedo provoca más aturdimiento en el prisionero; se lleva el sonido a una muerte que siente pero no llega, entretenida, jugueteando en su sudor, sujetando la mano que toma la pistola y la pone nuevamente en su sien, en su boca, en su entrepierna. Un bang falso los divierte. Los secuestradores ríen al ver a su prisionero tan indefenso, temeroso y orinado, tan… De nuevo el sonido sordo se escucha proveniente de los labios de uno de ellos y un sorbo de agua cae en el rostro de Vicente. El dolor, el frío; aún no está muerto.
Una patrulla se acerca a la camioneta y la sirena por un momento suena libertaria. La orden es orillarse.
––¿Qué traen atrás? ––pregunta uno de los agentes.
El conductor baja del vehículo y habla con el patrullero.
––Carne de cerdo, Jefe.
––Que todo salga bien, nos vemos al rato.
Los ojos del prisionero se abren estrellando su labor en la venda y la desesperación se hace más evidente cuando escucha alejarse a las sirenas.
––¡Fuiste un pendejo! En la zona nadie trabaja por su cuenta. Todos deben rendirle tributo al Jefe, pero ni hablar, es tarde. ¡Estás sentenciado! ¡La muerte, cabrón!
“Por Dios, señores, yo vivo con mi esposa, tengo una preciosa niña de ocho años, un varoncito y toda mi vida he sido un hombre de bien”, dice como si fuera sólo pensamiento. Ellos ríen.
La camioneta detiene de pronto su marcha. La navaja corta las ataduras. El prisionero está seguro que son sus últimos segundos de vida. La mordaza y la venda son retiradas y él abre lentamente los ojos; distingue a los sujetos, las risas; intenta reconocerlos, pero los pasamontañas sólo le permiten observar tres pares de orificios de brillo mortuorio y miradas burlonas; entonces la pura soledad del camino ya es muerte.
––¡Me confunden, señores! ¡Por Dios, me confunden!
Las mismas risas. Guarda silencio, ¿qué más? Ya ni siquiera llora, ¿para qué? Aun sin mordaza, no lo escuchan. Baja la cabeza y pide resignado un disparo certero, una muerte rápida; él reza, ya no ve, pero no hay detonación, sólo carcajadas cubiertas lo taladran de pies a cabeza mientras su garganta y nariz se hacen vasijas llenas de tos y mocos.
El frío metal se acerca a Vicente y le limpia una gota de sudor de las muchas formadas en su testa. Algunas llegan a sus ojos y el ardor provocado por la sal lo desespera nuevamente. Es un esclavo de Roma listo para el circo, una bruja en la inquisición, una prostituta en un burdel de ínfima categoría; será una estadística del mes de noviembre, lo encontrarán en el río Tijuana. “Venganza entre narcos”, dirán los titulares de los diarios. “Asunto de narcos”. “Los narcos se arreglan entre ellos”.
––¡Estás muerto! Cada segundo más muerto. ¡Estúpido, no tienes idea de cuál es tu grado de muerte! ¡Hay grados! Nunca se te debió ocurrir independizarte, mucho menos hacernos competencia.
––¿Independizarme? Sólo soy un burócrata de bajo nivel, toda mi vida lo he sido. ¿Cómo voy a pensar en independizarme? ¿De qué voy a independizarme? Señores, esto es un error. ¡Sólo un error! ¡Vivo tranquilo con mi familia, amo a mi esposa, a mis hijos! Estoy a gusto con mi vida.
––¡Bájate, cabrón! ––le ordena otra voz y obedece en silencio.
––Deja de chillar como mariquita.
––De verdad. ¡Estás bien muerto!
Algunas palabras más salen de su garganta.
––¡Por favor! ¡Es un error, señores! ¡No soy narco, se los juro!
Le teme a la muerte, pide benevolencia. Le suplica a la muerte una visita rápida, pero ella se encaja, se regocija dentro del cuerpo, lame la piel, la mordisquea como amante ávida. Se suplica a la muerte, los ojos se llenan de lágrimas, el cuerpo tiembla con un escalofrío sin control. Escucha lejanas las risas, las sirenas. Mira como en el cine a sus dos niños, a una mujer que espera. Se ve en su oficina y de pronto todo es vacío. Entonces, al borde de la locura, los insectos se embarcan en el cuerpo, devoran el estómago, el corazón, la cabeza, el pensamiento, el alma y ya nada le pertenece. Nuevamente no se resigna y gimotea: “¡Por favor, quiero vivir, por su mamacita, esto es un error!”. Ante la incertidumbre, el miedo se hace terror, se mojan pantalones, se agrieta el rostro, envejece y el llanto corre en los surcos, las expresiones dan risa, lástima, divierten, asustan. Dispara a un cerdo, mata a un perro rabioso. Y es un error, él está seguro, es sólo es un error, pero no lo escuchan y el continuo: “¡Estás muerto! ¡Hay grados…!”, le deja más sabor amargo en su saliva, en su garganta.
––¡No disparen, por favor! ¡Por mi esposa, por mis hijos!
––Escucha. ¡Qué bonito! ¡Por su esposa, por sus hijos! Cabrón, ni te esperas esta muerte.
Recibe entonces el golpe de su cartera en la cara, luego el de su camisa y su saco; algunas palabras mientras uno de los secuestradores pone en marcha la camioneta dejándolo en medio de la soledad.
––¡Feliz regreso a casa! Saludas a tu familia de nuestra parte! ––escucha intrigado.
La cara es de angustia. “Saludas a tu familia”, “Feliz regreso…”, la muerte chupando huesos, nervios, sentimientos.
No obstante su escasa fuerza empieza a caminar presuroso y pide a un taxista, quien se apiada de él, que lo acerque a la avenida Revolución, a su departamento. Todo es movimiento, pero nadie lo ve y Vicente ya no sabe si sigue siendo él. Nota el peso de su muñeca derecha, aún tiene su reloj; las once de la mañana. Aproximadamente dos horas de cautiverio y no sabe si le parecieron eternas o tan momentáneas como la agónica espera de un condenado a muerte la tarde de su ejecución.
Su deseo es reunirse lo más pronto posible con su esposa y sus hijos. “¡Feliz regreso a casa! Saludas a tu familia de nuestra parte”, las frases no se desvanecen, las escucha como si fueran cántico luctuoso silbado por el viento ¿frío? ¿cálido? “Estás más muerto… ¡Hay grados! ¿Lo sabes?”
Frente a la puerta de su hogar, Vicente palpa en su bolsillo buscando las llaves. Abre, camina presuroso y llega a la entrada de la estancia deseando el abrazo de su esposa y los besos de su niña, los juegos y constantes preguntas de su hijo. Todo es silencio, no hay nadie en la sala, camina hacia la alcoba; nadie. Grita los nombres, pero no hay contestación; hay un vacío, un abismo. El pánico, el dolor ahora roe su corazón. Piensa en sus hijos, llora. Grita el nombre de su esposa. Se dirige a la cocina y ahí está ella, quieta, sentada en una silla de espaldas a él, su cabeza descansa hacia un lado, sus manos caídas. Él camina lentamente como no queriendo llegar, como si eso hiciese de todo un sueño. Por fin se atreve y venidos de cualquier parte se escuchan gritos, su esposa también grita, él grita, el departamento se llena del color de globos, antifaces, confeti, pastel, el gran retrato familiar. Vicente escucha a sus amigos, a su jefe, al hermano de su esposa, agente judicial, uno de los secuestradores, a sus cuñadas, todos al unísono: “¡Sorpresa, feliz cumpleaños!”. Es día de su cumpleaños cuarenta y uno, lo había olvidado. Su esposa lo abraza.
––¡Feliz cumpleaños, amor! Te dije que te sacaría de la rutina ––le dice sonriendo, orgullosa de que todo saliera conforme a lo planeado.

Mayo, 1998.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 5.64
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