Tumbado en la cama, leo “Mauricio”, de E. M. Forster. Es una novela que este autor comenzó a escribir el año 1913 y la acabó al siguiente año, pero temeroso de que su argumento pudiera causarle repudio o persecución no la publicó hasta la década de los sesenta. La edición que leo es de 1998. Aunque al ojear el tomo antes de comprarlo, como suelo hacer habitualmente, su argumento no me sedujo mucho, al recordar “La mansión”, del mismo autor, que me entusiasmó hace un montón de años, pensé que su lectura podía ser interesante.
Mientras leo, un rayo de sol entra por la ventana abierta y me da de pleno en la cara. Es tan importuno que hace abandone la lectura. El pensamiento, que siempre está al acecho dispuesto a ocupar la mente, se abisma en la idea de las palabras. Caigo en la cuenta que la traducción del libro que leo es mediocre, en la que se descubren palabras inapropiadas para expresar las ideas que pretenden, hasta el extremo de que en momentos hay que forzar el intelecto para adivinar su significado.
Al cruzar por la mente la expresión ”palabra”, me percato del valor reverencial que dispenso a ese concepto. Prueba de ello son más de un artículo escrito por mí dedicado a ese término.
Y de la mano de esa idea, me viene a las mientes una anécdota que me ocurrió hace bastante tiempo. Me presentaba en Madrid a una oposición para la escala técnica de un ministerio. El primer ejercicio era práctico. Trataba sobre contraído, recaudado, intervención, contabilidad e inspección, que cerraba el ciclo. Lo resolví en un periquete y hasta pude pasarlo, para copiarlo, a algunos compañeros, mereciendo una alta calificación. A los pocos día correspondió realizar el segundo ejercicio, que era oral. La suerte quiso que en el sorteo me correspondiese desarrollar un tema que trataba sobre el interés, el cual bordé, a tal punto que hasta me adentré en las teorías de Keynes. Daba la casualidad, que poco antes de esa materia accidentalmente di clases en la academia que había creado mi hermana antes de fundar la orden religiosa. Ufano consideré agotada con brillantez toda la materia, y dirigiéndome al presidente del tribunal solicité su venia para retirarme. Cuando fui a recoger la nota mi sorpresa no tuvo limites. El bedel que las repartía, después de comprobar todo el expediente, dijo que no existía.
Después de múltiples antesalas y un derroche de paciencia ilimitado, pude entrevistarme con el presidente del tribunal. No bien me introduje en su despacho, me soltó de sopetón:
-Pero, hombre, porqué se retiró, con lo bien que expuso usted el tema.
Me quedé tan patidifuso, difuminado, absorto, que se me fue el habla. Cuando la recobré, pude argüirle:
-Pero yo no me retiré…
-Pues bien que dijo usted “puedo retirarme”. Y con sus propias palabras lo entendió el tribunal, sorprendido de que después de tan buen examen usted no prosiguiera en la oposición.
"Puedo retirarme"... Cuan fácil decir: "He terminado"...
Y ahí acabaron mis apetencias opositoras.
Como colofón a este pensamiento, que me ha interrumpido la lectura de “Mauricio”, vengo en afirmarme en el valor esotérico (con s) que tiene la palabra. Que es infinito e insondable.
Me he encontrado sumamente agradado de este escrito que muy bien habla de lo mágico que puede ser el español, las interpretaciones pueden ser tan ricas que un charrasquillo bien pudiera hacer llorar a un corazón incauto al interpretar erroneamente la intención última del autor, tienes mi diez por tan acertado escrito que una vez más me demuestra el alto calibre de tu pluma.