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Una lagartija cautelosa

Una lagartija cautelosa

Era una lagartija que tenía ocho vástagos. Éstos seguían siempre a su mamá porque no tenían experiencia de la vida y temían hacer un recorrido equivocado por los andurriales que constituían su espacio natural o hábitat.

Los animales pequeños suelen ser muy precavidos, cosa que hace posible su supervivencia, pues muchos son los peligros que a los pequeños amenazan, siendo la supervivencia animal cosa difícil por el medio y por sus enemigos naturales, los humanos.

La lagartija madre salió un buen día de su cubil en busca de las pequeñas hierbecillas que suelen constituir, junto a ciertos insectos, su alimento. Anduvo por las escarpaduras y ranuras rocosas en busca de las hierbas que servirían de alimento a ella misma y a su prole.

Pero, amiguitos, el peligro siempre amenaza, y sobre todo, a estos animales que acostumbran solazarse al sol, para recobrar energías. Como andaba a la vista de los otros animales, se acercó un gato silvestre y empezó a tocar al animal, que mostrándose rígido y estático como los de su raza acostumbran parecer, simulaba muerto, por lo que el gato se retiró ante una cosa que parecía una piedra alargada.




La lagartija comió unos hierbajos que por las inmediaciones había, y bien provisto su buche de alimento, regresó a su pequeño habitáculo para vigilar a sus hijuelos.

Otro día que la familia estaba reunida en su diaria convivencia, se oyó desde fuera un fuerte estruendo que alarmó a las crías, que se acurrucaron más cerca de la mamá. Empezaron a caer trozos de piedra y algunos terrones de tierra apelmazada cerca de ellos, cosa que les hizo retirarse hacia los laterales de la cuevecita, en un intento de escapar de la catástrofe.

¿Sabéis que era aquella especie de terremoto? Pues que una excavadora estaba haciendo su trabajo en aquellos andurriales; se intentaba, por orden de la municipalidad, allanar el terreno para dar cabida a una comunidad gitana que instalaría allí sus ominosas chabolas.

Veis que la vida de las lagartijas no era mucho mejor que la de los gitanos que, no siendo acogidos en la ciudad, se suele preferir llevarlos al campo cerca de los animales, pues entre los blancos resulta fácil igualar las pequeñas comunidades étnicas con las bestezuelas del campo.

En vista de que los estruendos no remitían y aquello amenazaba ruina total, la lagartija madre fue arrastrando a todos y cada uno de sus hijuelos fuera del cubil, cada vez que la excavadora hacia un alto en su trabajo, para dar un respiro a la fatigosa faena del maquinista.


Se instalaron en otro lugar más lejano, pero más seguro, donde las lagartijitas pudieran crecer en paz, y la mamá tuvo que cambiar de hábitos pues ahora tenía que vigilar con su estática mirada, los alrededores, para no encontrarse los obstáculos que los humanos suelen poner a la vida animal.

Pero la vida de sus pequeños no estaba segura de ningún modo, ya que de ordinario mil peligros les acechan.

Porque cuando su mamá salió al día siguiente en busca de la diaria colación, una raposa se acercó por las inmediaciones olisqueando por si captaba los olores acostumbrados del manjar.


Acercó su morro al cubil y halló que había presa. Los pequeños, ante el ruido de las pisadas del animal, se acercaron en nutrido grupo hasta la raposa, mostrando sus faucecillas abiertas con sus afiladas hileras de dientes.

Hay un pez llamada piraña que asusta a los humanos con sus afilados dientecillos y, siendo mucho menor en tamaño, suele hacer presa en el hombre y devorarlo.

Algo parecido ocurrió con estos pequeños animalitos; eran numerosos, y el señuelo de tantas fauces abiertas y tantos dientes terminó por asustar a la raposa, que pensó ¡hay de mí si tantos dientes me acribillan, mejor será poner pies en polvorosa¡.

Y efectivamente, así lo hizo, pues marchó rabo entre piernas. El que amenazaba llenar el estómago con seres inocentes fue con el vientre vacío, y lleno de conturbación, por el miedo.

Pero mientras esto ocurría se iba acercando hacia allí la mamá, que sorprendida por el espectáculo que ante sus ojos veía, se alegró sobremanera que sus hijuelos fueran capaces de defender sus pequeñas vidas.

Cuando finalmente la raposa se alejó, la mamá se acercó a su hogar donde la prole, anhelosa, la recibió con gran alegría y alivio, pues habían olido el peligro y aunque habían salido airosas de tan fuerte enfrentamiento, no estaban dispuestas a dar siquiera una brizna de hierba por sus vidas.



MORALEJA
Dios protege siempre a sus criaturas inocentes ante las amenazas de los depredadores, ya que a cada cual proporciona armas para defenderse y, en este caso, la unión (la unión hace la fuerza), y el hacer gala de su mejor arma defensiva, los dientes, resultó ser una garantía para su salvación.
Datos del Cuento
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