Caminaba difícilmente a través de la avenida atestaba, cuando un ligero estremecimiento fue el disparo de salida para que mis nervios se alterasen y comenzasen a saltar. Notaba el rostro encendido y un nudo en el estómago. Busqué en mi interior y no logré localizar la causa de aquello, por lo que continué la búsqueda en el exterior.
Y al girar la cabeza me encontré con las saetas de esos ojos que me miraban con atención. El rostro que los enmarcaba podría haber pertenecido a alguna diosa pagana de una religión olvidada, que adorara la simple fuerza de la Naturaleza. Su gesto solemne, en el que no parecía haber sentimiento alguno, y su mirada constante que no era interrumpida por los párpados. Ella estaba parada en mitad del bullicio, y la fuerza magnética de sus ojos me detuvo también a mí, ajeno a los que chocaban contra mí para después maldecirme.
Trigo dorado de su melena aureolaba su rosada faz, y yo sin poder quitar la vista de sus ojos. El océano primigenio de aquellos verdes ojos pareció ondular en un suave oleaje, y de inmediato desapareció la gente, y el suelo bajo mis pies, y el cielo sobre mi cabeza, y la ciudad a nuestro alrededor, y nos encontramos en la lenta majestuosidad de la luz de un atardecer, en un ocaso indeterminado, en un crepúsculo etéreo.
Ella, sin necesidad de caminar, se acercó a mí, y una brisa ligera hacía ondular su túnica blanca y su capa color ámbar, y su cabello que ardía ante aquella luz. Un broche de jade y oro sujetaba la capa a su pecho. Y yo imposibilitado de dejar de mirar el fondo marino.
Se detuvo frente a mí y, por fin, su rostro quebró su estatuaria inmovilidad y me ofreció la más hermosa de las flores en su sonrisa. Yo no intenté hacer el más mínimo movimiento, y no estoy seguro de que lo hubiera conseguido de haberlo intentado. Continué hipnotizado.
La ráfaga de un viento bendito, la risa de un niño, el canto de un serafín, el rumor de las hojas, el silencio del mar, el gesto de amor de las aves, todo eso y mucho más era su voz cuando habló. Pero su sonrisa no se estropeaba al dejar escapar las palabras, y los rasgos de su rostro permanecían inalterados mientras su mente se comunicaba con mi mente.
-Vengo de donde muere la oscuridad y nace la luz, donde el mar cae en una eterna cascada al reino superior. Soy mensajero de palabras y mi nombre es Khisnteriu. La luz de mi vida a tu mundo está llegando, y dejaré de ser mensajero. Por tanto, en este mi último mensaje, pido por mí. En oscuro rincón he nacido, y los creadores de mi materia no desean mi luz. Tú amas la luz, eres enemigo del Negro, y mi materia necesita de tu calor para albergar mi luz.
Y pude ver tristeza en su sonrisa, y súplica en su mirada. Pero no podía decir una palabra siquiera. Poco a poco se fue alejando, hasta quedar a la distancia original, y su rostro recuperó la solemnidad.
La ciudad, con su ruido, con su muchedumbre, recuperó su espacio aplastando el increíble ocaso. Y en el instante de un parpadeo, pensé que al abrir los ojos habría desaparecido, con el océano en sus ojos. Pero parpadeé y allí continuaba, con su mirada fija en mí. Y en su gesto solemne percibí la tristeza subyacente.
Por un segundo desvió la vista hacia mi derecha y luego volvió a fijarla en mí. Hizo un gesto raro con la cabeza, inclinándola hacia un lado de manera extraña, y esa fue la última imagen que vi de ella, pues me volví a la derecha y allí vi un callejón. Rápidamente busqué de nuevo sus ojos, pero habían desaparecido. Miré a mi alrededor, ajeno a las dudosas miradas de la gente, pero no pude volverla a ver.
Me metí en el callejón, con la cabeza aún zumbando por aquella experiencia, y oí los lloros de un niño. Llegaban de un contenedor. Lo abrí y allí estaba. Una niña recién nacida, aún con el cordón umbilical y manchada de sangre y porquería.
La tomé en mis brazos y la abracé contra mí, y juraría con la mano sobre una pira, que por un momento dejó de llorar y una palabra
-Gracias.
Llegó a mis oídos en la melodiosa voz de aquella mujer de ojos marinos.
Aquella extraña tarde llegó a mi memoria, desde algún lugar muy remoto, ayer, cuando aquella niña cumplió quince años y sus ojos de mar se fijaron en los míos.
Cristina la llamé, y ayer, por encima del pastel y entre el bullicio de sus amigos, me miró, con una sonrisa ligera a pesar del rostro solemne, y mi corazón comenzó a galopar y mis nervios a tiritar, y un nudo se acomodó en mi estómago. Y cuando inclinó la cabeza de aquella forma extraña, aquél lejano día regresó a mi mente, y no pude evitar que mi sonrisa fluctuara.