Aquel hospital se entrevera en cada uno de sus siete pisos, en ellos, el suelo rebota olores de medicinas y enfermedades; también se oye a los encamados soltar vocecillas, si tuvieran salud serían gritos. Afuera, la madrugada recién emprendía su trajinar; las enfermeras del último turno llegaban sintiendo que los escalones eran más altos aquella noche, quizás tuvieron el presentimiento que sería muy larga.
“Es que todos los putos días limpiar a viejos o a niños apestosos, y oír sus quejas, es la muerte, y luego que ya son tres semanas que no descanso ni un día por cubrir a ésta, a la otra o aquella. Pero hoy me vale, yo necesito beber algo, y algo que raspe” Una mujer en la cama 27 oía esa voz, ella estaba apartada de los demás internos e igualmente notaba a un niño llorando, uno recién nacido. Seguramente las enfermeras no lo atienden, pensó, pues sus voces platican acerca de salones de baile, “ahí la vida es como debe ser, llena de música y de vino, eso sí es vivir de noche y no esta chingadera” El soplo que vuela sobre el hospital se retorcía con esas frases.
Las manos de la mujer intentaron sujetar el latir de su pecho, sin lograr disminuir aquel ritmo acelerado, como un niño que con su corta fuerza no logra sostener un objeto de mucho peso. Caminó descalza por el pasillo, ayudándose con las paredes, sus pasos eran tambaleantes. Llegó al fondo, dio vuelta, y siguió hasta una puerta blanca por la que entró.
Las manos no dejaron su intento de calmar al corazón apresurado. La mujer soslayó el frío del suelo y la debilidad de sus brazos, que lucían las huellas del gota a gota arrancado. Ella, flemáticamente, quería fluidez en sus pensamientos y en su voz. Tenía dudas, sobre si era conveniente o no la denuncia. “Pero así no existirá otra maldita” se dijo, y entonces terminó con el resto de la acusación.
La mujer oyó los pasos de su retorno con algo de pena. Todas las enfermeras seguían estando lejos. Ella esperaba oír de nuevo el llanto del niño, pero sólo percibió el mascullo normal del aire, que macilentamente le hizo compañía hacia su dormitorio. Su respiración iba intermitente y mal filtrada. “Hice lo debido” se repetía a sí misma, y con esa convicción se acostó.
“Fue la vieja que está en el cuarto de al lado, el doctor me llamó porque se nota que ella le chismeó algo. No voy a permitir que se quede así esto, me están despidiendo injustamente.” Eso expresó una voz pesada. Luego otra voz dijo: “Yo vi a su hija, ayer me la encontré cuando vino de visita, es delgada, tiene el pelo negro y es como de mi estatura.” “Pues yo soy hábil con la jeringa y con las tijeras, no será nada difícil matarla.” Volvió a hablar la primer voz. Y la mujer desde su cama escuchaba muy temerosa.
Varios minutos después, las opacas puntas de unas tijeras, empuñadas con coraje, se movieron cerca de su rostro enfermo. “Me voy a desquitar con tu hija cuando venga por ti, pinche chismosa.” La mujer no pudo responder; no supo pronunciar la frase que se le atoró: “Es que si no tienen vocación para que escogen este trabajo, hicieron algo muy malo” y casi sintió que el aire se suprimía, quizás porque cuando salió la enfermera, dejó tras sí, un viento enrollado, como el grito de terror de un feto, y quedó flotando de esa manera alrededor de la mujer, más allá del alba.
El resto de la madrugada, la mujer no supo dormir, pensaba que la enfermera cumpliría su amenaza. Y sus ojos insomnes, por momentos, eran de arrepentimiento, le volvieron las dudas, creyó que no había hecho lo correcto, pero recordó que tras escuchar al bebé quedarse en silencio, en un silencio de muerto, su corazón se alebrestó demasiado, tanto así, que la hizo levantarse y sus pocas fuerzas le bastaron para llegar a donde denunció que las cuidadoras habían abandonado su turno.
Con una toalla envuelta a la cintura, con las marcas del desvelo enfermo, y los ojos comprimidos en angustia, la mujer llamó en voz débil a su hija que recién llegaba, le ordenó que se envolviera la toalla y que se escondiera dentro del cuarto, donde su cama destendida contribuía al desorden del hospital.
En eso, vio una jeringa, llena de agua, herir a su hija en la espalda, así era como se desquitaba la enfermera, su frustración de ser despedida y luego, la mujer hospitalizada, vio nuevamente entrar a su hija al cuarto, ella le preguntó por qué estaba tan nerviosa y por qué andaba en el pasillo. Entonces la señora le relató lo sucedido en la madrugada, lo del niño que murió y las amenazas de la enfermera.
Madre e hija salieron cuidadosamente, aunque no había nadie que les pudiera detener, aquel séptimo piso estaba extrañamente desolado, por eso ni firmaron formas ni avisaron de su salida. Por el ascensor llegaron al primer piso y ahí encontraron al doctor que realizó la operación de la mujer, él llamó a la joven; quería darle algunos consejos respecto al cuidado de su madre, quien, amedrentada, se sentó en la estancia.
El hecho de que antes del amanecer despidieron a aquella tipa no menguaba el miedo de la señora, por el contrario, saber que la habían hecho responsable del deceso del bebé, y que incluso le iban a formar una acusación legal, seguro, sola provocará que le dé más coraje, y entonces, vestida de civil regrese para cumplir su promesa; esa maldita muere por vengarse, pensaba la señora y lo peor es que piensa hacerlo contra mi niña...
Y cuando la madre vio esas opacas tijeras, que antes la habían amenazado, desangrar la nuca de su hija, desesperadamente intentó pedir auxilio, pero no tuvo suficiente aliento. Aquella señora tenía el corazón delicado y enfermo, además ya no poseía el órgano donde se derrama la bilis. Por eso, al ver a su niña muerta, sufrió una fatídica embestida al corazón.
Su hija, mientras tanto, le pedía explicaciones al doctor. –¿Está seguro que esas alucinaciones producidas por la anestesia no son graves? –Preguntaba con mucho interés. El doctor era guapo y poseía buena vista, sin embargo, no vio que detrás de la joven que le cuestionaba, una mujer caía al suelo debido a un ataque cardíaco, para colmo, rodeada de figuraciones sangrientas, que le provocaron, a ella sí, una muerte verdadera.