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Una pasado muy presente

Capítulo II

Sin una decir palabra o hacer un gesto, Terry la observó mientras ella se alejaba, su cuerpo paralizado por la emoción contenida dentro de sí. Ella había aparecido tan hermosa en su lindo vestido campestre, su largo cabello rizado trenzado descuidadamente a la altura de sus hombros. Ya no usaba esos moños fuera de lo común que solía usar durante su juventud, los que ahora habían sido dejados, como los vestigios de un pasado resuelto, en los nichos de su memoria. Él se estaba sintiendo torpe y ridículo por estar ahí, sus brazos meciéndose, sin poderse explicar la razón de su propia presencia en el jardín de rosas de los Andrey. Deseaba tanto hablarle, decirle que la encontraba más hermosa, más deseable que nunca. Quería decirle que aún la amaba como en el momento de su primer encuentro, en la cubierta del barco navegando hacia Southampton. . . hacia Inglaterra. . . hacia el colegio Saint-Paul de Londres, un lugar con buenos y malos recuerdos, sellando el destino de ambos por siempre.

No la había vuelto a ver desde hace siete años, y ahora, en este momento, la encontraba aún más magnífica, más mujer, ciertamente más misteriosa, ¡pero desesperadamente casada! El dolor de esta triste realidad se reveló más rápidamente con la visión de la amante pareja destruida debido a su separación.

"Realmente me ha olvidado," pensó, mientras imágenes de su tierno abrazo pasaron ante sus ojos. La violenta punzada de celos sólo sirvió para aumentar su confusión mientras volvía la cabeza lejos de la problemática visión de la silueta de Candy, vista desde el fondo del callejón. Él quería arriesgarse con un gesto, un signo, que la hiciera girarse, pero desechó la idea al segundo siguiente, arrepintiéndose de tener pensamientos inmediatos de que todo podría volver a ser igual a como lo había sido.

Se apoyó contra la reja de hierro y tomó un profundo aliento. Sus piernas tenían dificultad para sostenerlo, forzándolo a aferrarse a las barras mientras vacilaba. No estaba sorprendido por este estado nervioso. Él la había encontrado de nuevo y vuelto a perder. Se lamentó por haber sido incapaz de prevenirse ir allí. Pocos días atrás, una necesidad irresistible de volver a verla lo había alcanzado mientras estaba en Chicago para su nueva actuación teatral. Aquellas calles, aquellas aceras en las que ella había caminado, constantemente recordándole de su presencia. ¿O era acaso el dulce sonido de su voz, resonando infinitamente en sus oídos como una obsesiva melodía? Él deseaba oírla reír de nuevo, tocarla, olerla, abrazarla.

"Para nunca dejarla ir," dijo en un triste murmullo.

La noche anterior después de su actuación, había dejado al grupo en un irreflexivo impulso. Había tomada prestada la moto de un empleado del teatro y acelerado de noche en un camino que llevaba a Lakewood. A lo largo del camino, se había repetido a sí mismo que su comportamiento era sólo estupidez, que tendría que encarar a su llegada la más terrible de las recepciones; tal vez un rechazo, negación, desdén, de la única mujer que él realmente había amado. Pero quería verla con sus propios ojos, verificar por sí mismo lo que le había sido contado tantas veces por gente bien intencionada: que ella estaba felizmente casado con ese hombre, ese Albert, su antiguo mejor amigo.

Él sabía que no necesitaba de todo esto para entender que ella le pertenecía a otro. Había visto sus lágrimas, oído sus llantos, sus airados gritos mientras caminaba de vuelta a casa. Cómo envidiaba a Albert por ser su nuevo amor, el que con unas pocas palabras, podía iluminar u obscurecer la mirada de Candy. Tiempo atrás él era el elegido, él era el objeto de sus afectos. Durante ese tiempo, él había pensado inocentemente que podía superar cualquier obstáculo que se levantase entre su amor, y también que algún día él la atraería de vuelta para estar juntos por el resto de sus vidas. Pero la suerte había decidido que Susanna se interpusiera entre su amor y cambiara el destino al salvarlo de un accidente que hubiese sido fatal para él, un accidente que lo hubiese liberado de este peso, de este permanente compromiso arruinando su existencia. ¿Cuántas veces había pensado en escapar, lejos de ella, de sus miradas desoladas y sus caprichos infantiles?

"¿Por qué el honor y la reputación de un hombre predominan sobre sus verdaderos sentimientos?" pensó amargamente. "¿Por qué no tuve el valor de decir 'NO' esa noche, correr tras ella, alcanzarla y nunca dejarla?" dijo él, enojándose de pronto consigo mismo.

La cara de Susanna se le apareció y él pensó acerca de la criatura que ella estaba esperando, el resultado de uno de sus famosos y bien celebrados retornos nocturnos, de los que ella había sabido aprovechar. Él sentía esa situación, jurándose que nunca se comportaría como su padre lo hizo con su madre. Pero también había decidido no mentirse más poniendo un fin a esta mascarada.

"Hablaré con Susanna cuando vuelva a Nueva York luego del nacimiento del bebé," añadió. "Éste no será el primer Grandchester adúltero," se dijo a sí mismo, como si quisiese disculparse por la agresividad de su decisión. "Lo siento, Susanna," dijo con más sinceridad. "Traté con todo mi cuerpo y alma, pero fallé. Nunca seré capaz de amarte como tú esperas que lo haga."

Dejó salir un grito de dolor cuando se hirió al apretar una rosa entre sus dedos. Estaba tan absorbido dentro de sus pensamientos que desatentamente había cogido una rosa y pinchado su dedo. Tomó la bufanda de seda que llevaba alrededor de su cuello y limpió la sangre que fluía.

"Tú también me haces pagar el precio de mis errores," volvió los pensamientos hacia este invisible ser que había sentido desde su llegada. Dio un último vistazo al jardín de rosas del que ella tantas veces le había hablado, y se sintió obligado a notar, con coerción, su belleza. Emanando de este lugar había un alma, una atmósfera de paz y serenidad que él ardientemente deseó que pudiese llevar consigo. Lo necesitaba tanto en este momento. Elevó sus ojos al cielo y sonrió tristemente. "Cuídala bien," dijo vagamente, esperando ser oído por el misterioso espíritu que rondaba en este lugar.

Él caminó hacia atrás discretamente, verificando que no había sido visto. El evento que hubiese hecho la situación intolerable habría sido ser sorprendido aquí, escondido entre los rosales como un ladrón en busca de un sucio botín. Desapareció a través del largo camino que separaba la reja del jardín de rosas de la salida de la propiedad. El largo callejón de cedros, cuya sombra se reflejaba en el camino, protegía el anonimato de su pasada. A diez metros del dominio, escondido en la zanja, estaba su medio de transporte. Mientras se montaba sobre la motocicleta, dio una rápida mirada al espejo y vio una cara digna de lástima, sin afeitar y exhausta, devorada por dos fuertes y desesperados ojos marinos. Se ocultó de la desastrosa visión poniéndose sus gafas y liberando sus eternos rizos de su frente. Subió el cierre de su chaqueta de cuero y se cargó sobre el pedal de marcha de la Harley. El motor tosió vigorosamente y luego aceleró.

Terry quiso apretar más la bufanda contra su cuello para protegerse del punzante aire frío resultante de la velocidad máxima, hasta que se dio cuenta que ya no la llevaba. Era demasiado tarde para volver atrás; el ruido de la motocicleta no se manifestaba muy discretamente.

"Espero que no sea encontrada," pensó, mientras su moto aceleraba a toda marcha. "Adiós por esta vez, mi Candy. . . mi amor. . . siempre," suspiró mientras aceleraba, la velocidad sacudiendo su cuerpo, haciéndolo insensible a ofensas físicas, pero fallando en remediar el dolor que la imagen evocaba. Era una situación en la que definitivamente él había decidido hacerse notar.
Datos del Cuento
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