Las calles estaban vacías, el silencio descansaba sobre el asfalto y las aceras, y allá, en los alares, con un aleteo atolondrado, despertaban los gorriones y las golondrinas. El cielo, casi oscuro, aún guardaba algún destello de las estrellas rebeldes, y por detrás de un edificio gris, al final de la calle larga, el sol jugaba al escondite con las nubes, todavía señoras de su dominio y leales corresponsales de la luna que se apagaba.
La noche de juerga había sido bestial, pero sentía las fuerzas intactas, como si hubiera recibido el don de un ave fénix y mi cuerpo resurgiera para disfrutar de la belleza del alba. Todos mis compañeros ya dormirían, bien en su cama, bien sobre el confeti y las serpentinas, algunos soñando con la última aventura de la noche, otros con el próximo desenfreno sabatino, y los demás con un sueño limpio, blanco, o vacío, que todo podía conseguir el efluvio del alcohol. Me había escapado con la última copa, sin nadie a quien decir adiós, sin nadie a quien solicitar compañía, y con la mala suerte de no encontrar a mi chófer. ¡Qué alegría!, me aguardaba un largo paseo hasta... de verdad que ni por asomo deseaba volver a casa. Caminé lentamente hacia la ciudad, intentando acertar con el saludo apropiado, buenas noches o buenos días, para los excursionistas que me cruzaba por la carretera. Aún lucían las farolas, pero el sol ligero ya permitía jugar con las sombras alargadas. Era el amanecer de un domingo de septiembre.
Mis pasos solitarios se alargaban lentamente por la acera en un paseo sin rumbo e iban retumbando con sigilo, pretendía no molestar, ¿dónde llegarían los vecinos si un mancebo juerguista les despertaba en la madrugada?, pero la frescura de mis piernas me incitaba a crear pasos de baile sobre los bordillos, a saltar entre las líneas discontinuas de la calzada o a desobedecer las órdenes de los semáforos, con unos deseos inconscientes de violar las reglas. Y les hice caso, ¡caramba!, ¿por qué no volver a sentir la ingenua satisfacción de cumplir lo prohibido?, así como en los días en que robé cerezas a la frutera del veintitrés, o como cuando Rosalía me pedía que le enseñara las nalgas en la casa abandonada, o como cuando fumábamos el tabaco más barato entre los cañizos del solar de don Benito, o como cuando saltábamos la tapia del huerto para machacar el sembrado de las lechugas, en fin, como en los años insumisos, cuando las leyes sólo servían a los mayores, ¿o no? Nadie me observaba, nadie lanzaría reproches o pitidos, tenía la ocasión de recrearme en la impunidad, y calculé con seriedad el impulso necesario para cambiar de carril con un salto, esperé a que el peatón de la ventanita se tiñera de rojo para intentar la conquista de la otra acera, medité profundamente qué música debía acompañar a mi equilibrio en la alcantarilla y elegí con esmero la farola donde concluir mi carrera a la pata coja... La calle se convertía en un tablero de juegos y cambiaba de uno a otro como un chiquillo inconformista, como debe ser, que me repitió tantas veces mi padre, y me sentí en un mundo insuperable, y con toda la calle a mi albedrío fui rey, rey de un país solitario, pero rey al fin y al cabo.
El silencio se rompió con el motor del camión que regaba las aceras. ¡Maldito intruso que invadía mi territorio! Por un momento lo imaginé con facha de monstruo invencible, con piel acorazada, y presto a iniciar el vuelo cuando extendiera sus alas transparentes; lo imaginé avanzadilla de un ejército usurpador que iniciaba la conquista de un país extranjero, mi país, y me dispuse a esgrimir cualquier arma a mi alcance para evitar la invasión. Quise mirar desafiante al conductor, pero le envié una sonrisa. Había encontrado la estrategia para vencerle, y dejar confiado al enemigo suponía la primera acción del plan. Me aposté tras una esquina y cuando atravesó el cruce, me lancé a una carrera feroz para alcanzar su trasera. Conseguí agarrarme a la cola y aguardé su reacción antes de iniciar el siguiente paso: escalar hasta el lomo y golpearle certeramente en la nuca. Y en esa espera, aupado en el paragolpes, el sentido común, que no el monstruo de alas transparentes, me venció, y todo me pareció de lo más ridículo.
Decidí abandonar el juego, desinflé mis deseos aventureros y volví a la realidad con el dolor de la nostalgia y el atisbo de la madurez. Si alguien me hubiera visto... Durante unos minutos, aún acompañé los salpicones del agua en las baldosas, pero había desaparecido el encanto y, sin pensarlo más, salté. ¡Excelso Ayuntamiento! Ni que un guardia urbano con poderes diabólicos hubiera vigilado mis travesuras y quisiera castigarme, a falta de multas de haber, con la ira de un maleficio. Pues sí, ¡excelso Ayuntamiento!, metí el pie en un soberbio agujero y quedé tirado sobre el asfalto, agarrándome el tobillo lastimado y ahogando el quejido para que el conductor del monstruo invencible continuara ignorándome, no fuera a pedirme explicaciones sobre la caída. Supongo que componía un cuadro graciosísimo, sentado a modo de tibetano, con las dos manos apretando el dolor y la cara mirando al cielo, con los ojos cerrados y la boca abierta hasta las orejas. ¡Digno ritual de Buda! Saltando con el pie sano, juro que ahora sin ánimos de delinquir, logré alcanzar un banco. Me descalcé y examiné la zona lesionada. Era de esperar que no consiguiera ver nada, pero el calor de la mano sobre el tobillo me alivió. Decidí que no estaba para esos trotes y me sentí un poco más viejo. Miré a la izquierda, miré a la derecha y miré a los balcones, no sé si queriendo encontrar a los posibles testigos del ridículo final de mis travesuras, o esperando que un alma caritativa preguntara por mi estado.
Y así, con la pantorrilla apoyada en el muslo contrario, el pie desnudo entre las manos, el zapato tirado bajo el banco, el calcetín sucio sobre la acera y en la cara una expresión de idiota, tuve una visión salvaje... sí, tal como suena, una visión salvaje... Lo voy a contar, pero debe quedar entre nosotros, por favor, porque si trasciende, puedo ser carne de siquiatra y no tengo el cerebro para soportar esos avatares. Pues bien, al otro lado de la calzada, ante mis ojos, sólo ante los míos, de nadie más, y casi lo agradezco, asiendo el mástil de una señal “prohibido aparcar”, vi una mujer...
Y ¿quién llamaría a ésto una visión salvaje?
Quien viera como yo, a las seis de la mañana de un domingo de septiembre, a una rubia platino, en una calle vacía, completamente sola y... completamente desnuda... repito, completamente desnuda... y a la par, pletórica de belleza, insinuante y con un no sé qué en los labios que parecía decir: “Sígueme”... ¡Que nadie se alarme!, ¡que nadie se enfade!, pues no miento ni padezco alucinaciones eróticas; soy un chico con fama de serio y no está en mi ánimo fabricar cuentos descarados.
No, no, por Dios, que nadie pregunte cuál era la calle, ni dónde estaba el banco, la señal o el agujero, porque supongo que todos querrán repetir mi historia; que nadie lo pregunte, puesto que yo lo he vuelto a intentar, y nada. También supongo que cualquier mortal querrá saber qué pasó a continuación. Prometo que yo deseo lo mismo. Aparecí en ese banco, pulcramente aseado, perfectamente vestido, a las doce de la noche del propio domingo de septiembre; sólo recuerdo el camión de riego escapándose por una esquina lejana y, eso sí, no podía andar.