Murió a los noventa y dos años rodeada de sus doce hijos, veinticuatro nietos, treinta y dos bisnietos, un perro, un loro y toda la gente amiga que la conoció.
Antes de morir miraba a toda su gente, y en verdad aún no se decidía si irse para siempre de aquellos seres que tanto amaba, pero cuando notó que toda su gente se puso en su entorno, cerraban los ojos y cantaban aquella vieja canción que por primera vez escuchara en el día de su primera comunión, supo que el tren de la noche sin inicio ni final estaba por arrancar.
- “Sí – escuchó una voz conocida que palpitaba con el canto -, es hora de partir…”
Parpadeó los ojos una vez mas, y con una amplia sonrisa, mostrando gratitud a la vida misma, soltó aquel cordón umbilical que la ataba a la tierra de los que no entienden que la vida y la muerte son como los pétalos de una rosa infinita, como el aliento que viene por un espacio de tiempo, por una dulce eternidad, y se va, y vuelve a venir, por otro tiempo, por otra eternidad…
Cerró los ojos y murió a los noventa y dos años, viendo que la luz que dejara de ver a través de sus ojos empezaba a brillar más, y más, y más, y más, y más....
San isidro, diciembre del 2005