*Son RELATOS:
"Durante el viaje se canta y charlotea;
los islotes están frente a la costa,
más allá de la Isla, y el viaje es largo".
Knut Hamsum.
VISITA INESPERADA
Debería haberlo adivinado a juzgar por el inicio de la jornada. Cuando el vehículo de adelante se detiene en las curvas, cuando el que habría de ceder el paso juega a limar veinte centímetros en veinte centésimas de segundo o cuando se cruza esa señora que tiene el paso cebra a menos de dos zancadas, sin duda se trata de uno de esos días tontos. Mis conocimientos automovilísticos no van más allá de una práctica prudente más pendiente de ayudar a flexibilizar el tráfico que de provocar alardes arriesgados, una buena conducción lo es si no entorpece, axioma extensible a otros órdenes de la vida, no crees problemas y no los tendrás, e incluso también aplicable al trabajo: no lograré todos los objetivos hoy, pero habré allanado el terreno para unos pocos de mañana... Sin embargo, estaba visto que aquel día comenzó atravesado desde el improvisado viaje, pero ineludible, que surgió la tarde anterior a raiz de una gestión colgada desde meses atrás y que, ante la inminencia de una reunión general de ciclo, era necesario actualizar. La visita a aquel cliente era decisoria para que los pequeños logros del mes salieran adelante con éxito y, sin más dilaciones, puse dirección a aquella ciudad que distaba más de doscientos kilómetros de mi lugar de residencia. Aunque tenía por costumbre desplazarme hasta allí siguiendo la ruta más llana, esta vez decidí sobre la marcha tomar rumbo por el puerto de montaña, que acortaba la distancia. Los temporales del mes pasado habían cesado y agradecería concluir cuanto antes esta gestión para regresar a casa.
Atravesaba el páramo cuando la tarde se echaba encima, en otra hora ya no habría luz del día por lo que aceleré aprovechando la circunstancia favorable de la ausencia de otros vehículos durante el trayecto. Resultaba dificultoso distinguir los letreros de la carretera y me encontraba dubitativo desde el cruce que, algunos kilómetros atrás, marcaba una dirección confusa. Luego, para colmo, el coche empezó a echar humo y me detuve. Todas mis horas al volante quedaron impotentes ante la nueva situación planteada, pues desconocía las básicas nociones de mecánica que me permitieran continuar mi camino. No, no era un buen día, la batería del teléfono móvil no tenía cobertura en aquellas latitudes, además no sabía a quién llamar, no quería preocupar a nadie en casa, pero tampoco podía pasarme allí el resto de las horas. La noche ya cernía sus oscuros nubarrones y un viento gélido barría la cuneta, desnuda de árboles donde guarecerse, así que entré al coche, al cobijo del escaso calor restante. Andaba ensimismado rebuscando entre los papeles de la agenda un número de teléfono que apareciera fortuíto en mi ayuda cuando me pareció escuchar el sonido de los campanos, sí, cada vez iba creciendo y haciéndose más nítido hasta que al poco pude vislumbrar la silueta clara de las ovejas que atravesaban la calzada... Me apeé con cierta premura y sin dificultad descubrí la figura del pastor entre ellas.
-¡Oiga, amigo!... ¿Puede ayudarme?
El pastor me observó desde el fondo oscuro de sus ojos. Era un hombre joven a pesar del tosco aspecto desaliñado que presentaba. Sin detenerse, dejó escapar unas palabras secas...
-Sígame. Si se queda ahí morirá congelado.
Por un momento me aterró la idea de seguir campo a través a un desconocido, pero había algo en su desinterés que me concienzaba del riesgo sobre el que me advertía. Cogí de la guantera la documentación del coche y la carpeta con papeles de trabajo y lo seguí, tropecé varias veces con los mojones del terreno hasta conseguir ponerme a su lado y no paré de hablar, de intentar explicarme...
-...Mire, oiga, necesito llegar al pueblo esta noche porque mañana...
El murmullo del rebaño ahogaba el sentido de mis palabras e incluso me pareció hermoso aquel susurrar de los animales en la oscuridad, había algo de familiar en él, el soniquete armonioso de los campanos al unísono de los pasos, hombres y bestias hermanados bajo una noche estrellada. Andamos sin noción de tiempo ni distancia, confiado sin remedio a la directriz de aquel guía ocasional, preferí pensar que siempre sería mejor solución que esperar a solas un milagro. Por fin distinguí lo que eran unas ruinas de una antigua edificación, tal vez un vivienda en otro tiempo, ahora un refugio para pernoctar.
-Hemos llegado.
El pastor acondicionó el lugar con rápidos movimientos, sin duda había estado antes ahí, sabía dónde colocar y dónde encontrar cada utensilio. El perrillo pastor de raza indescifrable zarandeaba la cola a mis pies.
-...Es un rufián. Póngase cómodo, tenga...- el pastor tendió una esterilla sobre la que me acosté, dentro de la cabaña, de espaldas al muro de adobe. La techumbre dejaba el cielo al descubierto, pero al menos no llovía, suspiré resignado para mis adentros. Observé los movimientos ágiles, lentos y estudiados de aquel hombre sin más hogar que la tierra del páramo para quien las prisas o los horarios carecían de fundamento. En un santiamén brillaba un fuego acogedor que repartía sombras entre las paredes abandonadas de lo que iba a ser mi inesperada noche al aire libre. Me envolvieron sentimientos de cuando muchacho, de algunas excursiones montaraces a pie de hoguera entre canciones, risas y alcohol. Cuando el pastor me ofreció la torta recién sacada del horno me pareció que nunca antes había probado manjar comparable. Luego, en una cazuela de barro untamos pan duro y me chupé los dedos, pringados de migas en aquella salsa sobre la que no me atreví a preguntar. Un calor cosquilleante acarició los estómagos y, apoyado en el muro, desistí satisfecho de hacer entender lo importante de mi labor en la mañana siguiente... El perrillo relamió el fondo de las cazuelas de barro mientras nos dedicaba rápidas ojeadas a la espera de alguna señal intencionada. Ahora más sosegado me decidí a encaminar el rumbo de la conversación por otro derroteros, más amable, pregunté:
-¿Cómo se llama?
-Rufián.
No había mucho más que pedir ni tampoco que esperar, allí teníamos de todo para combatir el frío, el hambre y la soledad. Un amplio silencio hablaba por nosotros sin necesidad de obligarnos a cumplir. A la luz de la mañana siguiente procuraría el modo de alcanzar algún lugar desde el que alguien me trasladase a la ciudad, volvería después a por el vehículo, quizás este imprevisto retrasase algo más de lo proyectado mi tarea, pero dadas las circunstancias no había otro modo de arreglar la situación sino paso a paso y a su debido tiempo. Quizás fue el vino, pero comencé a hablarle a aquel pastor como si le conociera desde mi tierna infancia, como cómplices muchachos de barrio, antes de la universidad y después, cuando buscar trabajo era otro trabajo en sí mismo y cuando acabé mi relación con Yoli a causa del traslado. Podría hoy contar con mi propia familia, un hogar, quién sabe, niños incluso, no me desagradaban, pero ella había dejado de ser ya el horizonte de mis proyectos a causa de mi desmedido afán por liberarme de cualquier tipo de ataduras... Noté que estaba poniéndome triste y de reojo observé el gesto imperturbable del pastor que, apoyado en una viga, escudriñaba el cielo...
-...Mire, esa es nueva...-, el pastor señalaba con su dedo índice la estrella que lucía con fuerza entre las demás. Pensé que para alguien acostumbrado a distinguir y conocer cada una de sus ovejas hasta por su nombre tampoco habría de resultar complicado aclararse entre aquel rebaño de estrellas que jalonaban el firmamento nocturno. El cielo estaba claro, diáfano, de inusitada transparencia como pocas veces había reparado antes en ello... La voz del pastor sonó suave, acoplada al murmullo del campo, sin estridencias:
-Póngale un nombre...
Lo miré extrañado, pero me divirtió el juego y me sumí en hondas divagaciones hasta creer haber hallado el más apropiado. Sin embargo con un gesto brusco me tapó la boca...
-No, no lo diga. Es suyo.
Atribuí al vino los efectos de aquella graciosa situación y con ánimo de limar asperezas dejé que el sueño me invadiera por completo, necesitado ya de ponerle descanso a una jornada tan ajetreada.
Mi despertar sin embargo también dejó de ser algo previsible. Cuando me incorporé el amigo pastor ya había movido los hilos para desenmarañar el enredo donde quedé atrapado. Me presentó al lugareño que con su camión se había acercado a recogerme para llevarme al pueblo y de allí al servicio técnico que reparó el vehículo en aquella tarde. Pude visitar a mi cliente mientras lo arreglaban en el taller y esa misma tarde estaba de regreso a casa.
Este fin de semana cogí la prensa como de costumbre y me detuve en la última página ante un diminuto artículo que informaba del hallazgo de una nueva estrella. Curioso, ojeé el suplemento que ampliaba en extenso la noticia. Habían descubierto una estrella, la llamaban supernova, con un nombre de esos raros compuestos por siglas y números que tanto atraen a los científicos. Afirmaban que su paso por la órbita terrestre se sucedía cada cientocincuenta años y que sólo con teleobjetivos de alto diseño tecnológico podía ser observada. Por un breve instante, fugaz, me vino a la mente la figura del pastor, su estela brillante y, en silencio, repetí aquel nombre callado que sólo era mío, mío... Busqué en el bolsillo del abrigo el teléfono que sonaba intermitente y contesté:
-¿Sí, quién es?...Yoli! ...Sí, Yoli, ven. Te espero, te quiero! ¡Yoli, te quiero!
F I N
*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-