El solitario hombre sentado en el café escribía sin cesar mientras su café se enfriaba y un cigarrillo amenazaba con quemar sus dedos, el pedazo de lápiz que exhibía huellas de profundas dentelladas amenazaba con escapar de entre sus dedos, y dos lagrimas dolorosas, más por ser de hombre que por ser lagrimas corrían raudas hacia el grueso bigote que el extraño ostentaba. Dejó caer el pequeño trozo de lápiz escolar, enjugó como pudo las brillantes perlas cristalinas de su rostro y arrugando el papel y apurando su taza de café dejo caer unos pocos pesos en la mesa y se fue abandonando tras de si el fruto de su esfuerzo. Me tocaba a mi limpiar la mesa del extraño cliente, las monedas superaban con mucho el mondo de lo adeudado, y el arrugado papel afeando el pulcro piso del pequeño recinto se mostraba apetitoso a mi infinita curiosidad.
Tomé ávido el papel y comencé a leer.

Ayer, cuando esperaba en la estación del bus tu llegada comenzó a llover, una vez más sabía que no vendrías, más mi intención era esperarte hasta el último momento, la gente comenzó a correr para guarecerse de la pertinaz lluvia, vi llegar el último autobús y tu no estabas, el frío viento comenzó a enfriar mi cara, así como tu ausencia enfrió mi corazón, y no pude contener el llanto que hace tanto pugnaba por salir y las lagrimas brotaron sin freno ante el vacío que has dejado en mi, esta carta nunca llegará a ti, pero mis plegarias si, si algún día lloras por un amor, espero que comience a llover, así la lluvia al mezclarse con tus lagrimas diluirán el amargo sabor de la derrota.
Te amo.

Encendí un cigarrillo, le di un fuerte jalón, tomé el pedazo de toalla que usaba para limpiar las mesas y restregué con fuerza el sitio donde el extraño estaba sentado, quizás de esta manera podría borrar el mal momento del que sin saber un hombre triste y solitario me había hecho participar.