Después de haber viajado largo tiempo por el Pacífico, Antón (pescador pixueto) y su ayudante Alibeo divisaron desde lejos una isla de azúcar, con montañas de compota, rocas de azúcar y caramelo, y arroyos de jarabe, que fluían por la campiña. Los habitantes, que por cierto, eran muy golosos, siempre tenían la costumbre de lamer los caminos y chuparse los dedos, después de haberlos introducido en las corrientes. Había allí bosques de regaliz y árboles de miel. Para suerte de los viajeros, a diez leguas de allí, existía otra isla con minas de jamón, embutidos y guisados. Se hallaban allí ríos con salsa de cebollino. Los muros de las casas eran de pato. Llovía vino tinto cuando el cielo se cargaba, etc. A ésta segunda isla decidieron ir nuestros personajes. Llegando al puerto, encontráronse con mercaderes que vendían apetito, otros, sin embargo, vendían sueños, los sueños hermosos eran los más caros. Antón y Alibeo compraron los sueños más agradables, y cuando, iban a echarse a dormir, apareció un ruido estremecedor, tenían miedo. Los habitantes los calmaron, era la Tierra que se abría, saliendo del interior ríos de hirviente chocolate y licores helados de todas las clases.
Apenas al despertarse, se acercó un mercader a Antón y le preguntó de qué quería tener hambre, finalmente compró doce saquitos, que equivalían a doce banquetes. Quedó tan lleno, que no cenó ni desayunó, sólo se alimentó de buenos olores. A la comida, Alibeo le comentó a su patrón (Antón) que le habían ofrecido un viaje, juntos se embarcaron hacia otra villa. Se montaron en una especie de cesta de madera, donde cuatro grandes aves tiraban de ella por medio de cuerdas de seda. Se encaminaron en un viaje por las montañas, hasta llegar a una ciudad hecha completamente de mármol, todos los habitantes vivían en un enorme palacio con gigantescos patios. Allí no había criados ni gente baja; cada cual se servía a sí mismo. Cuando llegaron, dos espíritus recibieron a nuestros personajes e hicieron que al instante de desear algo lo consiguieran. Al caminar por la ciudad se dieron cuenta de que sus habitantes jamás hablaban entre sí, leían en los ojos de los demás lo que pensaban. Los dos marineros fueron invitados a un gran salón lleno de perfumes, pues para ellos, eran igual que sonidos. Un conjunto de fragancias dulces y fuertes daban lugar a una armonía. En aquel lugar las mujeres gobernaban por encima de los hombres. Éstos son los que hilan, cosen, bordan. Incluso existían escuelas donde se perfeccionaban a las mujeres mejor dispuestas.
Después de tantos festines y fatigas, Antón y Alibeo deciden alejarse de aquellas tierras, llegando a la conclusión de que los placeres de los sentidos quitan la felicidad de los hombres. Y, de retorno a casa encontraron una villa marinera lejana de placeres y manjares; Cudillero, donde sus gentes realizaban duros trabajos en la mar, y tenían unas costumbres puras. A pesar de sus numerosos viajes, en su concejo no habían desaparecido la amabilidad de sus habitantes, sus fiestas tan folclóricas y sus supersticiones. Llegaron a la conclusión de que: “Allí donde hay alguien a quien se quiere muchísimo y donde hay alguien que nos quiere de veras, ése es el lugar más bonito del mundo”