Presa de la convulsión que la hacía temblar, sudar, vomitar, doblársele las piernas y al corazón salirse por su boca, echaba a andar, siempre las mismas calles, cómplices, clandestinas, preprogramado su destino, hacia el alivio del hueco oscuro que se instalaba en sus tripas, tras las crisis. En su cabeza enferma, un ápice de conciencia remanente, intentaba convertir el camino en pantano y todo alrededor en escollos. Mil voces le advertían, redes de dedos la retenían, el entorno se deformaba para extraviarla, torciendo la realidad a su paso. Respirando apurada, desgarrada, despreciándose por su cobardía y debilidad, volvía a él.