Me miré al espejo y creí que aún las cosas podrían cambiar. Les dije a mi mujer e hijos que mi jefe me daría un aumento, pero todos continuaron desayunando, en silencio y, al igual que yo, navegando como un submarino en las cosas más importantes que harían... Me senté como si mirara un teatro en una silla que estaba a unos pasos de la mesa del desayuno, y, en verdad, empecé a preguntarme si valía la pena continuar viviendo bajo el mismo techo...
Aun sentía el dolor en la cara por los golpes que recibí de mi mujer y las patadas de mis dos hijos hombres y las uñas en mis manos y cara de mis tres hijas cuando cogí a mi mujer y la quise aventar por las escaleras de la casa. Por supuesto que hubo una razón, y esa fue que estaba bebido y me había gastado todo el dinero de la quincena, también había comprado un collar de plata a mi mujer, y varios regalos a mis cinco hijos, pero, mi mujer al verme, olerme, ebrio, no hizo mas que empujarme al piso mientras me buscaba en el saco el dinero de mi sueldo que serviría para pagar la cuota mensual de los estudios de mis cinco hijos...
Es raro sentirse incomprendido, golpeado por la gente que uno lucha y ama, y es doloroso ver que ninguno de ellos me tiene respeto y atención, no, no sienten nada por mi, eso es lo que sentí sentado frente a ellos mientras desayunaban con los ojos clavados en la leche, el pan, la mantequilla y, sobre todo, en sus sueños... Y fue allí en que recordé el espejo en donde me había visto tan bien, a pesar de estar con el rostro arañado, los brazos y hombros moreteados, pero recordé el espejo y me vi tan especial, casi como si yo no fuera aquella imagen que irradiaba tanto optimismo, pues sentía que mi jefe me daría un aumento y un adelanto. Por eso, me paré y sin probar bocado, aunque me moría de hambre, salí de la casa diciendo a toda mi familia que tuvieran unos buenos días...
Ojalá te mueras..., escuché el grito de uno de mis hijos, pero, no podía ser, pues, pensaba, ¿cómo uno de mis hijos desearía mi muerte?, ¿es que acaso no corre la misma sangre por sus venas?. No quise pensar más, respiré hondo y con una sonrisa me lancé a las calles, lleno de entusiasmo, esperanza, alegría, pues el día sonaba tan maravilloso... Allí nuestra vecina, el perro del bodeguero, la viejecilla vestida toda de negro y con ese grueso abrigo de invierno y sus canas tan celestiales que parece que estuvieran siendo iluminadas por un ángel, esperándolas en una especie de salita de espera antes de presentarse al mismísimo dios... Sí, era un día hermoso, pero, en verdad, tenía hambre, iba a volver a mi casa pero al sentir mis brazos adoloridos, rehusé.
Caminé hasta llegar al trabajo y en la puerta me esperaba un aviso en donde se me prohibía la entrada, y también que podía pasar por caja por mi liquidación. La firma del jefe y nada más. Fui hasta la caja, medio anonadado y mientras contaba el dinero vi una nota firmada por el jefe. La leí y vi que mi mujer había declarado que yo le había golpeado, que me había gastado todo el dinero en licor y muchas mentiras y tuberculosas mentirillas...
Cogí el dinero y, sin dudar un instante fui hacia mi hogar para que me explicaran todo esto, pero, cuando puse la llave en la puerta me di cuenta que habían cambiado la chapa, y vi que un policía se me acercaba con una carta notarial en donde se me impedía volver a entrar a mi casa hasta que terminara la demanda de mis familia completa. No sé por qué me sentí mal, muy mal. Esperaba una explicación familiar, un nuevo perdón, pero esto, algo tan duro, me hizo sentir que no tenía nada en el mundo.
Pateé la puerta y vi por la ventana de mi casa como mi ropa caía como lluvia de carnavales al piso... Me sentí más chato que el mismo suelo. Cogí un par de trapos y decidí ir a buscar un lugar en donde ir.
Caminé por horas y solo encontré un lugar escondido bajo el puente que cruzaba el río de la ciudad. Me eché en el piso y casi me pongo a llorar por mi suerte, pero, de pronto, sentí como que una aguja me hincaba el trasero. Me levanté y vi que era un pequeño trozo de espejo. Lo cogí y me miré. Me gustó lo que vi y empecé a sonreír. Un día precioso estaba esperándome... Me levanté de mis depresiones y fui caminando hacia el primer bar. Tenía que celebrarlo, pues, un día así, merece la pena ser vivirla, aunque la lluvia de desgracias y desentendidos traten de apagarla las velas de la gran torta de esta existencia…
San isidro, octubre del 2005