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Visitando la Iglesia

Estaba aburrido en mi oficina y apenas eran las cinco de la tarde. Tenía mucho trabajo, pero ganas de hacerlo, nada; por lo tanto, opté por salir a la calle y dejar que mis pasos me fijaran el rumbo. Afortunadamente el tiempo no era caluroso, pues unos cúmulus nimbus que semejaban perfectamente unos sabrosos algodones de azúcar, no permitían asomar la presencia del Sol y eso se prestaba para la caminata.

Después de diez o quince minutos de andar vagando, me encontré de frente con la iglesia San Fernando. Titubeé un poco, pero decidí entrar. Traspasando la puerta norte, lo recibe a uno, un enorme letrero en el que se conmina a la feligresía a cooperar para refrigerar el templo, en virtud de los infernales calores de verano de este puerto. Naturalmente hice caso omiso del mismo, no creo que a mí me beneficie ya que nunca voy a misa, de hecho estuve en el templo por no se qué demoníacas causas. Mis cavilaciones pueden ser la respuesta.

Ya adentrado en la Iglesia, al frente, muy cerca de donde está una enorme imagen de la guadalupana, un grupo de siete personas compuesto exclusivamente por mujeres –unas jóvenes y otras no tanto-, rezaban algo como un Rosario. Yo las escuchaba sin entenderles del todo, puesto que estaba a unas diez bancas detrás de ellas.

Mi mirada se perdió en la hermosa cúpula. En lo alto y hacia el frente, sobre un gran vitral, está dibujada la efigie de quien me supongo es el virtuoso protector del santuario: San Fernando. Encerrándolo a él, unas flores que parecen puntas de lanzas le adornan. Trece en total aunque deberían de ser catorce para no perder la simetría; sin embargo me supongo que una de ellas fue repuesta y por eso quedaron en ese extraño y cabalístico número, a menos que así sea originalmente.

Los zancudos me atacaban sin misericordia, quizá por órdenes del Creador para que se me quitara lo criticón. Ensimismado estaba en mis reflexiones, cuando el tañer de las campanas me devolvió a la realidad. Una señora que pasaba, respondiendo a mi ignorancia, me dijo que era la primera llamada. Como en el teatro, pensé.

Las damas rezadoras, seguían en su afán de buscar la Gloria, sin que nadie las importunara y uno tras otro se siguieron los misterios. Habían transcurrido aproximadamente unos veinte minutos, cuando después de dos toques de campana más, se hizo un silencio y de un costado apareció el sacerdote Santoyo. Todos se levantaron de sus asientos, excepto yo. No por irrespetuoso, sino porque jamás he entendido la misa; no obstante, el Padre, empezó con el ritual.

Santoyo dijo unas palabras, es decir, abrió el espectáculo y enseguida, una de las damas que oraban pasó al frente a leer la carta del apóstol San Pablo, según ella misma lo anunció.

La señora que leía, en cerca de cinco ocasiones fue interrumpida por el mismo sacerdote para corregirle sus yerros en la lectura. Ávaro no, dijo Santoyo, avaro. Efeminados por decir afeminados; claúsulas, por decir cápsulas y otras más. Lo que más me llamó la atención de la mal leída carta, fue que según ese amigo Pablo, los homosexuales, los afeminados, los mentirosos, los calumniadores, los lujuriosos, los periodistas (entran en alguna categoría) y hasta los pobres borrachos, no son aceptados en el reino de Dios. O sea que el Paraíso es selectivo, como me imagino debe de ser. Pero insisto, qué culpa tienen los borrachos.

A la mitad de la ceremonia, unas ayudantes del cura pasaron por cada banca y extendieron una canasta. Muchos, no todos, echaban algunas monedas o billetes, según fuera su pecado, más que su posición económica. Yo traía sólo siete pesos en mis bolsillos y en mi abultada cartera, nada. Inteligentemente, dejé que esas monedas siguieran reposando allí, para algo servirían.

Un rato más tarde, al compás de unas campanitas que sonaban como cencerro, el cura sin decir ¡salud¡ y lo peor de todo frente a la gente, se empinó una copa que me imagino contenía vino. Y pensar que minutos antes, él había dicho que los borrachos no entrarían al reino de los cielos. ¡Válgame Dios¡ Después de la envinada, un montón de gente se formó para tomarse un pedazo de pan que según los creyentes, es el cuerpo de Cristo. Dicen que sirve para ex-piar las faltas cometidas…con razón muchos fueron los que inmediatamente se acercaron a tomarlo.

Casi unos cuarenta minutos después de comenzado el arengue misal, el oficiante Santoyo dijo que nos diéramos la mano en señal de paz. ¿Bastará ese noble gesto para que aquellos que tienen insanos pensamientos de criminalidad, incluidos los políticos rateros, se abstengan de portarse mal y con ello llegue la paz verdadera? De cualquier modo y a pesar de mi escepticismo, extendí mi diestra y firmemente saludé a aquellos que igualmente me la ofrecieron.

El padre Santoyo, finalmente clausuró el evento bendiciéndonos a todos y exclamando que la misa había terminado y por lo tanto podríamos retirarnos en completa paz. (los que contaran con ella).

A la salida de la capilla, me topé con un borrachito. Saqué los siete pesos que antes me negué a echarlos en la canasta y se los obsequié gustoso. Su mirada perdida agradeció el gesto sin dejar de poner una cara de que no entendió cuando le dije: “te mereces este poco de dinero, porque tú no tendrás cabida en el cielo.”.

Ya oscurecía cuando abandoné la ermita y encaminé mis pasos rumbo a mi oficina de nuevo. Mis pensamientos me invadieron y a mí mismo me dije que la paz que me faltaba y que quizá fue la razón de que involunta-riamente llegara al templo, era lo que no se recibe con misas o limosnas. Entiendo que la paz del alma no se compra con acciones de simulación, sino que ésta, la regala sólo Dios y basta con no hacer daño ni quitar lo ajeno a nadie. Curiosamente me autodenomino ateo….naturalmente por la Gracia de Dios. Amén.
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