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Categoría: Hechos Reales

Walike Talkie

Águila uno llamando a Águila dos, ¿me recibes? Cambio. Los
walkie-talkies venían en una caja muy grande. Me los trajo mi
padre de Nueva York, y no fue una sorpresa.

Te llevo una cosa, me había dicho por teléfono la semana
anterior, una cosa que en realidad son dos. Dos walkie-talkies
dije yo, y debí acertar, porque mi padre se quedó callado un
instante, sin saber qué decir, o a lo mejor sólo fue la
diferencia horaria, que hace que hables por teléfono como si
estuvieras enfadado, con pequeños silencios entre las cosas
que dices, pero a mí me pareció que acertaba igual.

Yo entonces tenía once años y los walkie-talkies me sonaban a
los cinco, a los siete secretos, a misterios y pesadizos
ocultos, a grutas oscuras por las que bajar con amigos que aún
no tenía. Los conocía por las películas, Águila uno llamando a
Águila dos, ¿me recibes? Los conocía por las películas y casi
siempre los llevaban los buenos cuando se separaban, cuando se
encontraban una bifurcación en los sótanos del castillo de los
contrabandistas y decían tú vete con Mark por allí, Jane viene
conmigo, si encontráis algo dad la señal. Casi nunca la daban,
porque las pilas de los walkie-talkies, todo el mundo lo sabe,
se suelen acabar justo cuando llega el momento de usarlos,
cuando los pasadizos oscuros se hacen aún más oscuros, chillan
bajito las puertas como cuando se afila un cuchillo y los
pasos del asesino se acercan como el miedo, por la espalda. El
walkie-talkie solía entonces caerse al suelo, de modo que el
protagonista y la chica, Jane, escuchaban espeluznados a
través de él los gritos de Mark implorando, no me mates, por
favor, no me mates, y también los golpes, los mordiscos, los
terribles silencios del asesino, los huesos quebrarse entre
violentos chasquidos y gemidos de dolor.

Yo quería eso. Yo quería ser Águila uno, llevar un
walkie-talkie en la mano, caminar por pasadizos oscuros hasta
llegar a una bifurcación, quedarme con la chica, hacer que
viniera conmigo y enviar a Mark por el pasadizo en el que
duerme la bestia para poder escuchar después en mi
walkie-talkie sus gritos de terror, y así abrazar a Jane, que
se moría de miedo, y protegerla con mi cuerpo al calor de una
pequeña hoguera que habíamos encendido para no congelarnos de
frío en el subsuelo del castillo, cambio y corto.

Así que no hice más que hablar de ellos, de los
walkie-talkies, en los días siguientes a su llamada, contando
sin parar la de cosas que iba a hacer, lo bien que me lo iba a
pasar cuando los tuviera en mis manos. Tanto que si no llega a
ser ésa la cosa que me había comprado mi padre, mi madre
habría tenido que llamarle para que fuera a cambiarla.

A lo mejor fue así.

Cinco días después fueron todos al aeropuerto a recibirle;
todos menos yo, que en realidad iba a recibir a unos
walkie-talkies con un padre al lado. El vuelo traía varias
horas de retraso que dediqué a correr arriba y abajo por el
enorme vestíbulo de llegadas internacionales, a pensar lo bien
que podía haberlo pasado allí mismo, jugando mientras esperaba
a mi padre, si tuviera ya los walkie-talkies que él me traía.

Llegó muy cansado por culpa también de la diferencia horaria,
empezaba a resultar un fastidio la diferencia horaria. Estaba
de mal humor, habían perdido sus maletas, sus maletas con mis
walkie-talkies dentro, y en el aeropuerto temían que hubieran
salido en un vuelo de Air India en dirección a Tailandia.
Tailandia, capital Bangkok, pensé yo, e imaginé a dos niños
tailandeses, felices, hablando con mis walkie-talkies a las
afueras de un poblado indígena. A punto estuve de echarme a
llorar. Por suerte las maletas aparecieron a los pocos
minutos. Mi padre las abrió para comprobar que su equipaje
estaba completo y allí, en una de ellas, estaba la caja, una
caja grande y hermosa como una promesa cumplida.

Tardamos varios días en llegar a probarlos porque las pilas
que vendían en las tiendas normales no servían. Estaban
comprados en Nueva York, y claro, necesitaban unas pilas
especiales. Durante los dos días que tardamos en encontrarlas,
los walkie-talkies empezaron a hacerse famosos en mi colegio.
Me los llevé para que los vieran, sin pilas ni nada. Eran
mucho más grandes que los que vendían aquí y eso hacía que
parecieran más potentes. Empezaron a correr rumores de que lo
eran tanto que incluso podían interferir en las emisoras de la
policía.

Tanto que a lo mejor hasta estaban prohibidos.

Pregunté al de inglés qué significaba walkie-talkies. Caminar
hablando, dijo. Los camina-hablando. O los habla-caminando,
que viene a ser lo mismo. Pensé que en inglés sonaba mucho
mejor.

Mi padre consiguió al fin las pilas y bajamos con ellos a un
parque que había cerca de casa, a probarlos. Nos separamos y
comenzamos, mágicamente, a hablar a través de ellos. Hola,
¿dónde estás?, cambio. Estoy aquí, ¿me ves? Mueve la mano. Ya
te veo. Me voy a alejar un poquito más, cambio.

Y eso fue todo.

Por más que nos alejáramos y nos acercáramos no había muchas
más cosas que decirse. Estoy aquí, ¿me ves? Mueve la mano. Y
lo hacíamos, movíamos la mano, y a cierta distancia parecía
que nos saludáramos, o que nos despidiéramos como sin querer
despedirnos, sin llegar a irnos del todo.

Y es que ni mi padre era Águila dos ni yo era Águila uno y en
el parque en el que jugábamos a serlo no había pasadizos
oscuros en los que perderse, peligros de los que proteger a
Jane, que por otra parte tampoco existía. Deseé que se
gastaran las pilas en ese preciso momento, como pasa en las
películas cuando las cosas se complican, pero no sucedió.
Volvimos a casa con una semilla pequeña que la decepción había
dejado en nuestras tripas de padre e hijo. Habíamos hablado
mucho más de los walkie-talkies que a través de ellos.

Nadie volvió a proponer bajarlos al parque. La amenaza de un
silencio radiotransmitido era demasiado evidente, y ni mi
padre ni yo estábamos dispuestos a asumirla. Los
walkie-talkies anduvieron semanas por encima de los muebles,
sin que nadie hablara a través de ellos. Después volvieron a
su caja-ataúd, que fue enterrada debajo de mi cama, junto a
los cadáveres de otros muchos juguetes que ya no usaba pero
que también poco me atrevía a tirar a la basura, no fuera
alguien a pensar que había crecido y no quería saber ya nada
de ellos.

Después comenzaron los problemas en casa. Las conversaciones
se llenaron de pequeños silencios telefónicos, de pausas,
miradas y antiguos rencores. Mis padres comenzaron a hablar
entre ellos como si lo hicieran a través de un walkie-talkie,
estoy aquí, ¿me ves?, mueve la mano. Pero a esas alturas mis
padres no se veían ni aunque movieran las manos. Y otra
semilla, mucho más grande que la del parque, comenzó a
germinar en algún lugar de mis tripas. Luego supe que también
había comenzado a germinar en las suyas. A lo mejor es por eso
que la casa se llenó de silencios y de sombras azules, de
payasos sentados en las alfombras, de jarrones rotos y de
pena, una pena espesa y dulce, que a veces, sólo a veces,
podía embotellarse al vacío y exportarse a otros países y
mejorar nuestra balanza comercial que, decían en el colegio,
era francamente desfavorable.

Los walkie-talkies jamás llegaron hasta el colegio. Mis
compañeros de clase se graduaron pensando que les había
mentido, y yo también. Mis padres se separaron varios años
después. No se llevaron cada uno un walkie-talkie. A Jane no
la conocí en un pasadizo oscuro bajo un castillo de
contrabandistas, la conocí en una fiesta de paso de ecuador,
en la facultad de Económicas. Nos licenciamos dos años después
y conseguí trabajo en el extranjero, en una empresa de
auditorías. Jane no, pero se vino conmigo a un país con el que
la diferencia horaria no resulta excesiva.

Ahora los walkie-talkies no salen ni en las películas, se han
quedado antiguos.

Águila uno llamando a Águila dos, ¿me recibes? Cambio.

La semana pasada llegó un telegrama. Lo enviaba un compañero
de mi padre, para decirme que había muerto.

Fui directamente al cementerio desde el aeropuerto.

No conocía a ninguna de las otras cinco personas que acudieron
a su entierro. Me pregunto si ellas me conocían a mí.

Después estuve en casa.

Seguía siendo como la recordaba, un largo y estrecho pasillo
de puertas entreabiertas por las que se escapaban los
boletines horarios de Radio Nacional, aviso urgente para don
Alfredo Ruiz Espinosa, se ponga en contacto con su domicilio
por motivo familiar grave. Seguían torcidos los cuadros que
siempre estuvieron torcidos, abiertas las puertas de los
armarios que tanto miedo me daban, ya bien entrada la noche,
imaginándolos llenos de fantasmas colgados entre las perchas y
los abrigos, fantasmas roperos, infantiles, fantasmas de
entretiempo. Seguían los libros en las estanterías, los
muebles en las habitaciones, seguía coja en el salón la mesa
donde comíamos, el agua saliéndose de los vasos a cada momento
como si fuéramos en tren, encharcando la mesa, haciendo reír a
mi padre y enfadar a mi madre, a ver si te pones de una vez y
la arreglas, que parece mentira lo poco que te ocupas de la
casa. Seguía en las paredes el papel pintado de flores,
margaritas azules que el tiempo había logrado desdibujar, no
marchitar, margaritas azules que hoy decoran los recuerdos de
mi infancia, de mis juegos, de mis enfados y mis carreras, los
recuerdos de mis padres.

Sin embargo, muchas cosas habían cambiado.

Por las puertas entreabiertas del pasillo ya sólo se escapaba
el silencio, un silencio adulto, de discusiones a media voz,
de reproches mudos y tráfico lejano. Los fantasmas de
entretiempo habían abandonado los armarios en los bolsillos de
los abrigos, y el hombre que caminaba delante de mí, al que
seguía sin querer seguirlo, el hombre con el que recorría las
habitaciones de la casa no era mi padre, era un notario.

Todo lo que había en ella me pertenecía, y sin embargo no
había nada allí que quisiera quedarme. Tenía la sensación de
que esa tarde, junto a mi padre, había enterrado un fragmento
de mi vida, un pasado que como él, jamás volvería a sentarme a
mi mesa, jamás volvería a compartir un café, un paseo, un
abrazo, jamás volvería a acostarse conmigo en mi cama las
noches de insomnio.

Pero pasó lo que pasó.

Bajo mi cama, donde solían dormir los fantasmas que ya no
cabían en los armarios, encontré entre otros juguetes
olvidados una caja muy grande de cartón, la caja de los
walkie-talkies. Seguía en el mismo lugar donde yo mismo la
había dejado hacía ya más de treinta años.

Y sin embargo, en su interior había sólo uno de ellos.

Desde entonces duermo con él encendido junto a mi cama, en la
mesilla de noche. Tengo la sensación de que él se llevó el
otro, de que en cualquier momento le voy a escuchar, Águila
uno llamando a Águila dos, ¿me recibes?, y vamos a ser capaces
el fin de decirnos todas aquellas cosas que no supimos
decirnos aquel día en el parque, cuando yo era pequeño y él
no, capaces al fin de terminar esas largas, maravillosas
conversaciones, que jamás empezamos.

Cambio y corto.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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