...Las visitas, cada vez tengo menos. O así me parece. Y me hablan despacio, lento, como si estuviera sordo o tonto, pero estoy enfermo, eso dicen... La verdad, muchas veces no escucho, no hago caso, pero aún así me resulta ridículo oir: -Ho...la...có...mo...es...tás.
Desarticulado. Ridículo. No contesto. Ni esperan contestación. Cumplen con su dosis de caridad diaria, semanal, mensual.
Luego comentan: -Tiene mejor aspecto.
Y cuanto mejor aspecto me ven, peor aspecto me siento. No tengo apenas interés por el aseo personal, por tener buen aspecto. Me lavo o me ducho con ayuda, pero sin preocuparme demasiado. Antes me afeitaba a diario. Ahora la barba sale blanca, canosa. El cabello está cada vez más largo, más enredado, más frágil. Apenas puedo utilizar las manos. Están torpes, lentas, inseguras.
Las palabras, las entiendo. Palabras sueltas: -Hola. -Adiós. -Bien. -Mal. -Enfermo.
Así, de un tirón, si me las silabean pierden el poco sentido que tienen, que yo consigo extraer. Con las frases me pierdo. Como cuando a un transistor se le va bajando el volumen hasta que se corta la emisión.
Casi no hablo. Y me impresiona la capacidad de parloteo de algunas personas. Hay momentos en que las palabras se me atraviesan en la boca. Como si la lengua se hinchase y ocupase toda la cavidad. De repente se pincha ese globo y disparo sonidos. Palabras cortas, breves, respuestas escuetas. O callar.
Grito y vienen. Pero no gritan conmigo. Hablan bajo, para que no me entere. Grito para que no se enteren. Me miran. Les miro. Nos miramos. Somos tan distintos. No saben si irse o quedarse. Yo me quedo.
Me tapo el rostro, pero sigo siendo yo. No cambio. Nada cambia. Sólo el tiempo avanza. Sin ruido, sin silencio. Cada vez se hace más tarde para que sea pronto. Mis manos, mis pies señalando los límites. Fuera de ahí no estoy. Hasta ahí llego. Estoy conforme.