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YO, SATANAS

Mientras subía aquellos escalones blancos alfombrados en terciopelo Un mundo nuevo se abría lentamente ante su azorada mirada un mundo raro que a la vez que maravilloso le planteaba intensas inquietudes: -¿Y si el Jefe tiene que ver con el letrero “Oh Satanás”? -¿Y si el Jefe lo aprueba? – ¿saldré vivo de aquí? Pero era tarde para arrepentirse Aquellos guardias palaciegos de piel blanca, enormes estaturas con vistosos trajes de levita negra, no reían, ni sonreían, mucho menos hablaban. Parecían estacas uniformadas.

Al llegar a la plataforma que inicia la subida a la tercera planta, su cita final, un escalofrío recorrió su cuerpo: cinco hombres con trajes oscuros, armados con pequeñas ametralladoras de mano, escoltaban a empellones a un hombre medio desmayado con los ojos tan abiertos que pareciera que hubiera visto al mismo Satanás: --ayúdeme amigo mío, el Jefe ya no me quiere, le imploró aquel hombre cuyo destino final parecía ser un pelotón de fusilamiento.

Empezó a temer pero los guardias imperiales le empujaban, le aceleraban el paso que al fin de cuenta agradeció porque al llegar a la tercera planta se dejó envolver de un suspiro de satisfacción. Allí se encontró con niños, adolescentes, personas mayores y ancianos bien vestidos y perfumados, con los zapatos lustrados, haciendo cola para ver y conversar con el Jefe. Recordó que el jefe recibía al pueblo llano, que no tenia predilección por ninguna clase social, eso sí, sabía perfectamente que las hermosas muchachitas que veía allí eran llevadas por sus padres para que el jefe las examinara ya que si le gustaban tenían asegurado un apartamento y pasarían a formar parte de su colección de “queridas”; las menos afortunadas, podían pasarse una noche con él, con la consiguiente pérdida de su virginidad, pero implicando para ellas y sus familias un ascenso social y económico dentro de aquella sociedad despótica

¡Baldemiro Cabrera! gritó con fuerza el edecán.


Los Chaperones lo empujaron a franquear aquella enorme puerta de caoba centenaria tan cepillada que parecía un espejo oscuro. El aroma peculiar de Imperial de Guerlain se dejó sentir obsequiando un aire de mayor solemnidad a aquel ambiente pulcro. Alfombras y cortinas amarillas por doquier, muebles centenarios de caoba bruñida, en el techo una lámpara perlina de bordes dorados que semejaban monstruos con grandes brazos, en cada ala una luz mortecina, y debajo, el imponente escritorio del Jefe con sus sillones kilométricos. Tímidamente se sentó frente al hombre que acumulaba tanto poder que con un simple deseo desaparecían de la faz de la tierra amigos o enemigos.

Parecía una estatua de madera blanca. Estaba allí, con su traje de casimir Inglés negro de rayitas gris oscuro, camisa blanca, corbata vino; una flor roja asomaba del bolsillo pequeño del traje a la altura del corazón; su mirada escondida detrás de unos lentes negros, verificó su boca fina tratando de focalizar una sonrisa o alguna línea que señalara si estaba de buen o mal humor. No movía ni un vello de su cuerpo. Cabrera entonces trató de saludar para darse cuenta que tenia un nudo atravesado a la garganta, al querer hablar sólo dibujó una sonrisa ridícula.

Entonces se introdujo en un mutismo absoluto y se dispuso a observar la figura del Jefe, esperando que éste hablara, que preguntara o dijera algo, pero el Jefe permaneció impávido. Los segundos se convirtieron en horas. Aquel silencio significaba la mayor pesadilla jamás soñada. Miraba aquellos lentes negros inmóviles y de tanto mirarlo crecían antes sus ojos ofuscados, hasta convertirse en espejuelos gigantescos detrás de los cuales vio a los guardias fronterizos, por órdenes del Jefe, ahorcando grupos de campesinos dominicanos por habérsele encontrado bebiendo ron haitiano, observaba limpiamente como dejaban a estos infelices colgando en caminos vecinales por dos o tres días para aleccionar a los demás aldeanos que pasaren por allí; Ensimismado y asustado siguió observando tras la oscuridad de los lentes como los esbirros del Jefe, por orden de éste, molían a palos a las tres mujeres más inteligentes y hermosas de la Isla porque una de ellas se había negado a bailar con él.

-¿Pa qué coño quieres hablar conmigo, maricón! chirrió el Jefe en aquella vocecita afeminada que aterrorizada a todo el país y gran parte de las democracias latinoamericanas.

Despertando de sus reflexiones, los esfínteres de Cabrera se aflojaron, sintió que la uretra desaparecía y la vejiga quedaba en libertad de desembuchar su contenido libremente. Apretó todos los nervios del cuerpo para evitar la salida de indicios materiales que revelaran su gran aprensión. Quiso contestar pero no pudo, los músculos de la lengua aún no respondían. Entonces Se concentró en lo que lo llevó allí: aquellos 17 telegramas que le envió al Jefe: “Honorable Jefe, yo soy la juventud, y la juventud quiere hablar con usted”, recordó que no le contestaron ninguno hasta que tuvo la osadía de redactar el último: “honorable jefe, yo soy la juventud y la juventud quiere hablar con usted sobre una cuestión que le compete a su gobierno y a su persona en particular”, ahora estaba aquí frente al jefe con la lengua trabada y los esfínteres desabrochados.


Los dos ojazos detrás de los cristales negros le miraban inconmovibles, el Jefe aparentaba que ni siquiera respiraba esperando la respuesta pero Cabrerita no iba a contestar, no podía, y por su mente iban y venían las imágenes de angustia y dolor de los 30,000 niños, mujeres, y ancianos haitianos quienes eran pasados a cuchillo, ablandados a palos y cortados sus miembros con machetes, ordenado como un chiste de tragos y parranda por el hombre que esta vez le gritó:

---Cooñaaazzzzzoooooo, -¿sólo viniste a verme la cara, maricón?

El susto fue monumental, el sistema nervioso le produjo un espasmo que le sacudió todo el cuerpo; sintió quebrarse la columna vertebral y le bajaba un sudor glacial por todo el cuerpo, su cara temblaba y lanzó una mirada de súplica a uno de los guardias quien no se
inmutó, entonces supo que tenía que enfrentar con valentía aquel desventurado momento; empezó a hablar rápido y de manera atropellada:

--Honorable Jefe, el gobernador de Puerto plata, Cesar Payano Ginebra, colocó un letrero sobre la puerta de su oficina que reza: OH, SATANAS, y nosotros, los líderes de la juventud de su partido, entendemos que con esta acción el Gobernador, quien es su representante, está socavando su imagen y la de su gobierno ya que todo el país está consciente de sus grandes convicciones religiosas; amante de la virgen de la Altagracia y
de la virgen de Las Mercedes, hijo de Ana Isa Pié y Ogún Balenyó seguidor de la Metresilí, y bautizado por Candelo Cedifé en las 21 divisiones. Todo el mundo lo sabe Jefe todo el mundo, así como que es usted el máximo protector de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

¿Cómo es que dice el letrero? preguntó el Jefe con la cara adusta.
--“Yo, Satanás”, señor.

El Jefe sacó un lapicero del bolsillo de la americana, escribió unas notas que introdujo en un par de sobres, uno azul y el otro rojo, los cerró; se paró violentamente, alcanzó el foete de mano estallándolo en el aire que aún cortaba, entregándolos a uno de los guardias al tiempo que le ordenaba: ---Llévenselo.

Los escoltas lo agarraron decentemente y se lo llevaron a pesar de sus ruegos: --¡No por favor, quiero vivir, quiero vivir, noooooo! Lo bajaron por los mismos escalones casi arrastrándolo. Un helicóptero lo esperaba en el patio: -- “ya sé, me tirarán al mar, me tirarán al mar para que me coman los tiburones –lo han hecho antes, ¡Nooooooooooooooooooooo!

-¿No qué? se incomodó uno de los guardias?
Cabrera, asustado no contestó.
-Ha sido usted nombrado gobernador de Puerto Plata, el helicóptero lo llevará allá, el sobre azul se lo entrega al Gobernador saliente y el rojo lo abre después de tomar posesión de la plaza.

Lo primero que hizo Pablo Cabrera al tomar posesión de su importante cargo fue quemar el letrero fruto del cual había logrado su nombramiento; luego de conocer el personal subalterno se sentó en el despacho de su lujosa oficina y se propuso abrir el sobre rojo con las instrucciones del Jefe; en un papel perfumado con ribete dorado se leía un memorando a puño y letra del Jefe: “Pena de la vida aquel que osare destruir el letrero sobre la puerta del Gobernador el cual fue producido por mis manos creadoras”.

Joan Castillo
19-12-2004.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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