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Yo conocí a Oskar Schindler

“Yo conocí a Oskar Schindler”

Izakh Stern III, venía como primer oficial a bordo del buque tanque polaco “Brejik”. No pasaba de los 50 años, sin embargo, acusaba una madurez propia de una persona de más edad. Al principio de nuestro trato, se mostraba parco y desconfiado; mas una vez que éste se intensificó, él abrió su personalidad y con ello, su confianza.
De las cuatro o cinco oportunidades que tuvimos de platicar ampliamente, todas se dieron entre la medianoche y las tres de la mañana. Decía él que era por su turno de trabajo a bordo de la embarcación y sólo de ese lapso disponía.
Primero fueron charlas sin importancia, posteriormente, las conversaciones se centraron en nuestras costumbres y cultura en general. De la geografía, de la comida, de las mujeres y hombres reacios mexicanos y otras cosas igual de interesantes. Por su parte, mi amigo Stern, también hizo lo propio contándome acerca de su país; pero, en una parte de esa charla, una pausa prolongada me avisaba que había algo más que las costumbres y cultura de su gente.
A bocajarro me soltó la siguiente pregunta: ¿Qué opinión te merecen los judíos?
Aunque por esa época, él y yo teníamos ya una confianza absoluta, yo siempre lo traté con respeto y le llamaba por su apellido: Sr. Stern.
“Bueno señor Stern –le dije-, conozco poco sobre ellos. Sin embargo sé que es una raza trabajadora, emprendora y negociante que ha sido perseguida injustamente durante siglos, y que siempre la han considerado culpable de la muerte del Mesías, ello sin contar la injustificable atrocidad cometida por los alemanes con todos ellos durante la Segunda Guerra Mundial…”.
“Stern a secas…-me dijo- sobre eso último que comentaste quisiera platicarte algo, si me lo permites…” -¡Claro!
“Te voy hablar de mi descendencia. Por allá en el año de 1939, casi al inicio de la Segunda Guerra Mundial, mi familia compuesta por seis miembros: mi abuelo paterno Izakh Stern, su esposa Sara, y cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres; vivían una vida tranquila y apacible en las afueras de la industrializada ciudad polaca de Cracovia. A pesar de que a mi abuelo le gustaba cultivar una huerta y criar animales de granja, también gustaba de los números y estudió una carrera corta de administración y contabilidad, a la postre fue la que le salvó la vida.
Todo empezó a ir mal cuando un ejército alemán a cuyo mando venía un hombre sanguinario llamado Rupert Goath, entró en la ciudad de Cracovia. Al principio –me contaba mi abuelo- todo era normal en cierto sentido, ya que los soldados alemanes no cometían abusos; pero una vez que se asentaron en firme, y apoyados por la mayor parte de los ciudadanos polacos de esa ciudad, empezaron a tomar represalias contra la comunidad judía. Mi abuelo Izakh Stern y obviamente su familia, formaban parte de esa minoría judía.
De hecho en la mayor parte del país polaco había poco más de ocho millones de ellos.
Los malos tratos y discriminación se empezaron a dar contra todo aquello que oliera a judío, especialmente en contra de las mujeres y los niños.
Como si estuvieran apestados, los marcaron. Tenían la obligación de portar una banda con un número y en la parte frontal de la vestimenta, una cruz gamada color azul.
Primero reclutaron hombres para las fábricas, luego fue pareja la cosa: mujeres, ancianos y niños y a quienes no les servían los asesinaban cobardemente.
Por esa época llegó a Cracovia un hombre que tuvo mucho qué ver con mi destino, porque de hecho, gracias a su intervención a favor de muchos judíos, fue que yo en este momento pueda platicar contigo. “¡Cuenta, cuenta!”, le inquirí. Para allá voy -me dijo.
Su nombre era Oskar Schindler y, aprovechando el momento histórico de la guerra, llegó en busca de negocios a nuestra ciudad. Sin embargo, debo decir a su favor, que fue una bendición para muchos, incluido mi abuelo Izakh.
Oskar Schindler era alemán. Pero a diferencia de otros, él era una persona buena. Mi abuelo Stern siempre se expresó muy bien de él y al igual que muchas personas más, le vieron casi como un dios.
El señor Schindler compró una fábrica y contrató a través de mi abuelo, su administrador y contador, a cuatrocientas personas. Obvio, todas judías.
Es curioso, cuenta mi abuelo, que en la primera entrevista que tuvo con él, su rostro reflejaba una paz que hacía mucho tiempo no veían en una persona. Hubo una química positiva que se convirtió en amistad, misma que perduró hasta 1948, poco después de terminada la Guerra que fue cuando se miraron por última vez; y como prueba irrefutable de lo que me contó mi abuelo, te mandaré una copia de un billete que Oskar Schindler le entregó a mi abuelo poco antes de su despedida final como señal de agradecimiento. (Tengo esa fotocopia en mi poder).
Pues bien, durante esos aciagos años, mis abuelos y tíos, entre ellos mi padre y madre, fueron testigos muy cercanos de las atrocidades y bestialidades cometidas por la gente al mando del odiado oficial Goath. Si algo o alguien no le parecían a este señor Goath, les disparaba, como si lo hiciera contra un objeto. Mis parientes se salvaron más de una ocasión se ser asesinados por esas personas. Fueron objeto de odios, indiscriminación y toda clase de atropellos.
Los asesinatos en masa, formaban parte de la cotidianidad cracoviana.
Se levantaron campos de trabajos forzados y de concentración. Se pusieron de moda, por así decirlo, las cámaras de gases, donde la muerte a más de injusta, era salvaje. Mi tía Sofía, antes de ser violada en repetidas ocasiones, terminó su agonía en esa cámara torturante.
No había compasión para nadie, era una vida opaca y sin sentido. Los que a la postre fueron mis padres: Snijov y Helena Stern, se conocieron en un singular escondite: un excusado de pozo. Ambos se refugiaron en ese pestilente lugar, que fue el cual finalmente les salvó la vida. Por ese tiempo mi padre contaba con diez y seis años y mi madre, catorce.
Cuando el señor Schindler, con ayuda de mi abuelo Izakh empezó el reclutamiento de empleados para su fábrica, obviamente mi abuelo inscribió en esa lista primero a sus parientes y amigos y posteriormente a quienes tuvo a mano.
El señor Schindler siempre mostró mucho respeto para con los judíos y un trato humano. Decía que gracias a ellos, podía disfrutar de una vida cómoda y rica y que lo menos que podía hacer, era tratarlos como seres humanos.
Y no era sólo de pantalla sus palabras. Actuaba a favor de ellos. Los defendía aun a costa de su propia integridad. Mi abuelo y abuela nos contaban que el señor Schindler era de una personalidad arrolladora. Buen tipo, alto, de hecho, demasiado; poco rubio y siempre risueño.
No permitía bajo ninguna circunstancia que fueran maltratados y mucho menos, asesinados por nimios pretextos. En esas vicisitudes pasaron algunos años, y a todos sus empleados siempre les dio esperanzas de que algún día gozarían de libertad y una vida plena.
No fueron en vano sus promesas. Cuando se llegaba el término de la Segunda Guerra Mundial y con él, el fin del holocausto (se presume que murieron más de seis millones de judíos), Oskar Schindler trató y consiguió de parte del gobierno alemán, el traslado a Checoslovaquia de poco más de mil doscientas personas judías, mismas que formaban parte de su personal en sus fábricas.
Una vez que el ejército ruso liberó a Polonia de los alemanes, a partir de ese momento, terminó para todos los judíos la persecución asesina. Y la vida de mil doscientas personas se salvaron gracias a la humanidad y pericia de Oskar Schindler.
Eso ocurrió en 1945, sin embargo, mi abuelo aún tuvo contacto con Oskar tres años más, que fue cuando le dio al billete de que te hablé en principio y después de ello, jamás lo volvió a ver vivo hasta que supo de su muerte en 1974.
Mi abuelo siempre decía con orgullo: “Yo conocí a Oskar Schindler y muchos lo recordamos por su enorme contribución a la causa judía…” y siempre al evocar ese recuerdo, terminaba en un llanto incontrolable.
Izakh Stern, mi abuelo, murió el 25 de julio de 1988 y mi abuela Sara, dos años después. Mis padres por fortuna aún viven y mis hijos, esposa y yo en particular, al igual que muchos descendientes de esos sobrevivientes al holocausto, siempre recordaremos con infinito agradecimiento a Oskar Schindler que haya existido en ese tiempo.
Cuando el primer oficial Stern III terminó su relato, abundantes lágrimas asomaban en su rostro, y yo, discretamente, respetando su recuerdo doloroso, salí lentamente del salón de oficiales, esperando que la catarsis de su llanto aliviara un poco su dolor.
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1 comentarios. Página 1 de 1
Izabel Silveira
invitado-Izabel Silveira 18-08-2004 00:00:00

Não poderia deixar de fazer um comentário. Vi o filme "A LISTA DE SCHINDLER", e me apaixonei por Oskar Schindler. Fiquei sendo uma grande admiradora, deste homem extremamente singular! Ler seu conto, me deixou ainda mais encantada! Amei de verdade e de coração! Beijos... Izabel Silveira.

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