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Yo soy Jeudá

Ante él, en el silencio de la noche, un pasadizo iluminado por tenues antorchas se extendió como la serpiente que había rondado a su Maestro. Comenzó a caminar, no tenía prisa, pero sabía que cuanto antes llegara al final antes tendría lo acordado. Alcanzó la claridad que iluminaba otra estancia pareja y se acercó a unos hombres que aguardaban, vestidos todos con el color de la muerte. Él preguntó por lo suyo, y con arrogancia los otros se lo dieron, era una bolsa de cuero sin aparente importancia, como otras tantas que circulaban por la ciudad. Uno de los hombres apaciguó su inquietud repitiendo lo que horas atrás negociaran, "treinta Jeudá, y de plata como te prometimos". Él tanteó la bolsa, quizás no se fiaba, pero luego les miró satisfecho y desapareció por donde había venido.
Marchó a la sala del Consejo, que poco a poco se estaba llenando de curiosos e interesados, y se camufló entre ellos, esperando a que llegara. Al cabo de un rato hubo mucha gente, y con ella miradas furtivas a los soldados que la contenían o susurros que pronto se perdían en el enrarecido aire. Jeudá miró la entrada de la sala, imaginando que en ese momento las puertas se abrirían y aparecería el Maestro, el que le había decepcionado. Al otro lado de los soldados también aguardaba Keifa, atormentado por las tres veces que acababa de negar al Redentor. Después de un largo rato varios soldados irrumpieron con Él. Con la misma crueldad con la que le habían conducido desde Getsemaní, lo llevaron al pie de Caifás, y éste inició el ansiado juicio. Pero Él sólo respondió lo que tantas veces había dicho, aquello por lo que precisamente los sacerdotes querían su cabeza, y Caifás gritó blasfemia.
La misma palabra resonó una y otra vez por la estancia, la muchedumbre estaba enfurecida, y los jueces sólo veían maldad en aquel hombre. Keifa se consternó profundamente, pero la amargura de su traición le impedía llorar, de todos modos si lo hacía se lo llevarían a él también. Lleno de una indignación sin límites Caifás ordenó que se lo llevaran, que fuera Roma la que se ocupase del Hombre que había agitado a las masas en su contra, a aquel arrogante blasfemo. Los soldados le apalearon con saña, y luego se lo llevaron, mientras la gente le despedía como le había recibido, con asco y odio.
En un rincón, Jeudá contuvo el aliento, los sacerdotes habían mentido, Él ya no era un preso, era un condenado a muerte. Salió de la sala entretanto Keifa se topaba con las Santas Mujeres, y buscó a los impostores, y cuando los halló quiso devolverles el dinero, pero éstos le persuadieron para que se marchara, que no se metiera en problemas y huyera, pues lo que había hecho era justo y ya había sido recompensando por ello. A punto de llorar, escapó lejos, donde los remordimientos ya no pudieran horadar su destrozada alma, pero éstos le siguieron, y le atormentaron mientras lloraba amargamente su desdicha. En el camino encontró un viejo pozo, junto al cual había un barreño. Cogió la cuerda que prendía de éste y se encaminó hacia los árboles. Entonces ató la soga bien fuerte a una rama y se puso un lazo alrededor del cuello. Es cierto que le había traicionado, pero no deseaba nada de lo que iba a ocurrirle, y si lo había hecho era por que Él le había defraudado.
Además nunca había habido maldad en su comportamiento, ni tampoco ciega estupidez, sólo fe.
Lanzó un grito a la noche estrellada, y luego se ahorcó.
Datos del Cuento
  • Categoría: Históricos
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