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Yonathan Cohen la historia de una familia judía

Albores del siglo XX, Rusia. Los bolcheviques dan inicio a pogroms, las huestes bárbaras dan caza y con ello muerte a miles y miles de judíos. La situación se hace insoportable; por días y noches arrasaban pueblos enteros, destruían, quemaban sus casas luego de saquearlas. La familia Kohan (Cohen) es una de las tantas que sienten los actos criminales. En su disentir ideológico, los bolcheviques toman acciones contra los judíos y entre los que ese día asesinan, se encuentran Isaac y su esposa Clara; ellos fueron masacrados en busca de culpables donde no había.
Sacrificados ante este acontecer, sus tres hijos varones quedan huérfanos, solos, sin tener quien vele por ellos, tan sólo fueron las distintas organizaciones judías del mundo que ofrecieron su apoyo y, contando con aportes económicos de los Rothschild o del mismo Montefiore lograron salvarlos, alimentarlos, protegerlos y más tarde llevar a estos y a otros tantos miles de niños a su patria en Palestina.
Esta es la historia de esos tres niños que desde muy pequeños pudieron y tuvieron que descifrar los significados del odio y de la destrucción, que vivieron y presenciaron castigo y hambre desde muy temprana edad. Jacob, el mayor de los tres, podríamos decir de que era el más rebelde de todos. Creció a un paso acelerado, pues se sabía responsable de sus otros dos hermanitos. Aprendió en corto plazo hebreo y su adaptación fue de inmediato. Trabajó él en el kibutz, destacándose en cada una de las labores que le encomendaban. Durante las noches se acercaba a sus hermanos y les contaba historias de sus antepasados para que no los olvidaran; él de este modo generaba unos lazos con el pasado que perduran hasta la fecha. Estuvo en su trabajo comunitario hasta que llegó a cumplir sus dieciocho años y, por ende, su mayoría de edad.
Con escasos ahorros mas, con una gran voluntad, quería desarrollar parte de sus propios sueños. Luego de haber oído hablar de un país lejano, Venezuela, y de un lugar en los que se sospechaba estaban ubicadas las Minas del Rey Salomón, ya no dudó un minuto. Jacob habló con sus hermanos, les informó de su pronto viaje, lo hizo consciente de saber que el kibutz en sí, como sistema socialista le garantizaba a él, de que sus hermanitos, recibirían educación, techo y alimento. Les habló como sólo lo hace un padre, y todo centrado en la promesa de retornar en poco tiempo y rico, lo suficiente como para sacarlos de allí y ofrecerles una mejor vida. Una vez que estuvo detallado el plan, Jacob, aprovechando un barco de pesca, ofreció sus servicios como trabajador. Jacob había escogido este barco pues sabía que su ruta lo llevaría a Frankfurt. Una vez llegado allí, hizo lo propio con un barco holandés que iba a Curazao y de ese modo se enfiló a su destino final, Venezuela, a través de Puerto Cabello, para seguir a El Callao.
Cualquier otro inmigrante de la época se hubiera dirigido a la capital, a Caracas, y hubiese encontrado la forma y manera de conseguir un buen medio de vida, un seguro como para traer a sus dos hermanos. Pero Jacob era un hombre poseedor de gran carácter. Él no había venido en busca de algo fácil, ni dejaba que la suerte decidiera por él, sabía a conciencia lo que buscaba y a lo que se dedicaría.
Llegado a El Callao (y estamos hablando de la Venezuela en tiempos de posguerra), hacía muy poco que había terminado La I Guerra Mundial, había escasez de todo excepto de zancudos. Viendo Jacob como los mineros lo hacían, primero se tomó el tiempo, lo suficiente como para aprender el oficio; más tarde, demostró con hechos lo aprendido y con ello logró aplicar sus propios métodos, tanto en la localización del mineral, luego en el cómo hacer para proteger lo obtenido y más tarde la comercialización del mismo.
Detallar las peripecias, sus métodos o los planos que él elaboró de sus sitios de extracción de los cuales hoy contamos con copias de los mismos, porque nos fueron dadas por sus descendientes durante nuestras entrevistas, lo dejaremos para una próxima entrega. Ahora, a sabiendas que el lector moderno vive en una lucha constante con el tiempo, nos abstendremos de hacerlo y tan sólo les haremos saber de que en definitiva, nuestro amigo, el huérfano de padre y madre logró encontrar su propio “Dorado”. Apenas habían pasado tres años desde el día en que llegó, su piel marcada y quebrada por el sol dejaba ver huellas que ya nunca lo abandonarían, sus manos ajadas y curtidas como toda su piel, mostraban que su trabajo debía contar con alguna hora de entrada pero su estado físico decía que sin ninguna hora previa de salida. Su cabello, del cual había perdido gran parte, se había quedado enterrado bajo miles de metros cúbicos de barro; la otra parte quedó flotando en aquellos ríos que fueron sus minas y que siguiendo la corriente iban en busca del mar, como queriendo retornar a aquella Palestina, a ese lugar sagrado del cual unos años antes, él había partido.
En cierto momento y como hombre de conciencia, Jacob supo que sus haberes eran ya suficientes como para regresar y de este modo poder ver su sueño cumplido. Una vez tomada la decisión, en menos de un mes estaba celebrando el retorno en el kibutz junto a sus hermanos. Su visión era muy clara, ahora podrían disfrutar aquella riqueza. Faltaba tan sólo conocer el dónde, dónde deberían irse a vivir. Sin dudas su vista estaba puesta en Europa y, consciente de ello, una vez estando allí, debían escoger entre Inglaterra, Alemania y como una última opción, Rumania.
Desafortunadamente, esta última opción les pareció ser un lugar que daría una bienvenida a judíos inmigrantes. Por aquellos días, la mayoría de los judíos venidos de Europa, con los que se habían topado, provenían de allí y les hablaban de las miles de sinagogas, la calidad de su gente y la fama de sus rabinos. Inclinaron la escogencia para ese punto. Ya sin dudas de lo que todos deseaban, los tres hermanos, una vez en Rumania, fueron a la capital, tantearon el terreno, sacaron conjeturas, vieron y les gustó, pero deseando cierta tranquilidad se inclinaron por un pueblito en el que podrían seguir practicando lo que habían aprendido, la siembra de algunos cultivos y la cría de ciertos animales.
Durante algunos días estuvieron viendo posibilidades, hasta llegar a Costesti, un pequeño pueblo lleno de gran colorido y con una población que se dejaba sentir como cercana, misma que daba la apariencia de ser una sola familia; fue allí donde se instalaron. El pueblo estaba decorado en su entorno con unas montañas que durante la primavera se llenaban de colores y hacían destacar los contrastes con las casas blancas. Con el paso del tiempo, los tres hermanos salieron en busca de esposas en otras ciudades, con ello lograron formar sus familias. Se puede decir que vivieron una vida tranquila, serena, sin preocupaciones. El pueblo era altamente sereno y agradable. Con la llegada del Shabat (viernes luego de las seis de la tarde) todos los judíos vestían sus mejores galas y poco antes de la salida en el cielo de las primeras estrellas, la gente, como en un paseo premeditado y en dirección a la sinagoga, iban portando sus mejores y más bellas galas. En cada casa, en cada ventana, se veían las chispas de luz que saltaban como resplandor de las velas, mostrando con todo orgullo cómo se engalanaban todas las casas judías para recibir el sábado.
De nuevo, para no ser tedioso, nos toca saltar algunos años, tantos como veinte. Fueron años, donde los Cohen vivieron apaciblemente, llenos de alegría, ejercitando con fervor su religión y viendo crecer a su familia muy unida. Esa vivencia, era algo así como poder saborear y recuperar cada uno de los vínculos familiares que habían perdido, por causa o culpa de sus orígenes religiosos. Ahora, ya volvían a existir los paternos, ni qué decir de los tíos, primos, hermanos y hasta nietos.
Aquella desgracia parecía haber sido apenas una referencia del pasado, el presente y supuesto futuro, sin dudas tenía otros matices. Mas, como si se tratase de alguna maldición, la tranquilidad se acabó de repente. Con la toma de poder y fuerza de los nazis en casi toda Europa y, luego de la tristemente famosa “Kristallnacht” (Noche de los Cristales Rotos) ocurrida entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938. Estos altercados dañaron, y en muchos casos destruyeron, aproximadamente 1.574 sinagogas (prácticamente todas las que había en Alemania), muchos cementerios judíos, más de 7.0 tiendas y 29 almacenes judíos. Con ello, más de 30.0 judíos fueron detenidos e internados en campos de concentración; unos cuantos incluso fueron golpeados hasta la muerte.
Los rumanos, quienes no habían aún demostrado esa vena de antisemitismo tan cruel, como sí ocurrió en Polonia, Austria, ni qué decir de la misma Alemania, un viernes, uno de esos mismos en que el pueblo judío todo celebraba su entrada del sábado, los pobladores de Costesti, concibieron su propio Holocausto. Lo hicieron empujados por el mejor amigo de los judíos, el cartero del pueblo. Y aquí vale decir amigo, pues cada vez que portaba alguna carta de un familiar proveniente del exterior, como si él fuese responsable de esa buena nueva, de ese motivo de elogio, le era obsequiada una buena propina, una copa del buen vino casero y hasta un buen trozo de Honeyleikaj, de ese bizcocho de miel exquisito.
Pero como Schopenhauer dijo alguna vez, la histeria colectiva, rara vez disminuye su fuerza, muy por el contrario va in crescendo. El cartero, aún no siendo alemán, ni trabajando con los nazis, (tomando también en cuenta de que en Rumania, al final de la guerra y por causa del Holocausto, sólo un 5% de la población judía había sufrido de esa aniquilante y por demás inhumano sacrificio) logró enervar los odios y la sed de sangre ese viernes, bajo influjo del alcohol y luego de haber saqueado la mayoría de las casas judías. Ellos consiguieron a fuerza de palos y de amenazas, meter a todos los judíos en la sinagoga, los dejaron sin agua ni alimentos hasta el día domingo y ya cerca del mediodía, cuando los gritos de los niños se hacían notar cada vez más intensos y dolorosos, los sacaron tan sólo para que los hombres se ocuparan de abrir una trinchera. Los obligaron a introducirse en ella y, ya sin pena, dolor ni sentimiento alguno de culpa, los fusilaron, a todos, mujeres, hombres y niños; esta vez ninguno tuvo la suerte de escapar de los esbirros, a todos ellos los aniquilaron, fueron tratados como bestias en el matadero.
Afortunadamente uno de los hijos de Jacob no se encontraba en la ciudad, había ido con su mujer a una fiesta en la capital y como se les había hecho tarde y el shabat estaba a punto de entrar, por temor a que durante el camino llegara el mismo sin poder cumplir el mandamiento de no trabajar el sábado, decidieron quedarse hasta el día domingo. Eso los salvó de la muerte. De allí, como en un retorno a su historia, temiendo les sucediera lo mismo, con su dinero y un poco de ayuda de sus amigos, lograron escapar y llegar a un nuevo país, el mismo, que en pocos años había entregado a su padre una parte de sus entrañas. Hoy Jacob y sus descendientes ahora, tranquilos, viven felices en Venezuela y, aunque no se olvidan y sienten que su pasado debe servir como una llamada de alerta, ahora saben y disfrutan que el aire que respiran allí, alimenta su libertad.

Samuel Akinin
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