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el espectador

EL ESPECTADOR
Autor: German Caporalini

Cada mañana, con regularidad circadiana se acercaba hasta el baldío que lindaba con el que fuera alguna vez el Centro de Rehabilitación de la ciudad, como así lo llamaban los expertos de aquella época dorada y oscura a la vez y que hoy se había transformado en un depósito de seres humanos sin paradero físico ni emocional, una especie de claustro de identidades negadas, abandonadas. Nadie recordaba a ciencia cierta cómo había llegado hasta ahí y desde qué confín del tiempo esperaba un desenlace para su vida sin vida, inerte, bajo la forma de una descomposición prematura, una involución con lentos y quejosos latidos. Así fue el día que ella apareció, apenas suponiendo su nombre y quedando apresada bajo la humedad de las paredes y el gris del infinito por llegar. Yo seguía su lento recorrido desde hacía tiempo. Tras la ventana de mi casa podía verse el enorme descampado que funcionaba como basural lindante al Centro. Poca gente pasaba por allí, y menos todavía la que se osaba visitar sus pobladores. Entonces, todo cuanto allí pudiese suceder quedaba apresado en mi mente, mientras me mantenía inmerso en una taza de café humeante. Diariamente, alguien se encargaba de abrirle las puertas, las cuales permanecían durante el transcurso del día bajo llave, como guardando celosamente un mundo lacrado, reteniendo para sí todo un ser siniestro construido con las sobras de los internos. Sin embargo, el hueco que producía esta reiterada salida aparecía como una deposición matinal, una expulsión nomenclada ordinalmente hacia el basurero del barrio. Religiosamente, llegaba en silencio, se arrodillaba frente a un altar de desperdicios y comenzaba a revolver todo lo que encontraba, hurgando en su lenta confesión silenciosa lo más recóndito del gran montículo, mientras iban apareciendo bultos de todo tipo, paquetes que contenían a duras penas los desechos que, en muchos casos, ya habían empezado a descomponerse. Hacía a un lado las cosas que estorbaban su búsqueda, como palabras que completaban un apasionado relato primario y gutural, pero que en su estado nominal no decían nada. A medida que escarbaba, los restos que abandonaba en la búsqueda se iban acumulando por debajo de la falda y, en una suerte de desconcierto maternal devolvía un aliento de vida a su rostro, enmohecido por el frío continuo y la mucosidad desprolija y seca que destejía su cara. En varias oportunidades presencié la escena, la que se repetía incansablemente y en la que la mujer jamás se inmutaba de mí. Me acercaba cada vez más y detenía mi paso prolongadamente, mientras ella seguía revolviendo la basura y en este descarnado acto acumulaba sobre sí todo lo que podía. El olor nauseabundo y hediondo que perfumaba el dolorido rincón, desolado y consumido por los insectos, era corolario para el paisaje lindante al Centro. Más de una vez oí preguntar por qué no se lo trasladaba a otro sitio más alejado, como quien tiene un desván para guardar lo que no sirve. Rota, sucia, desvencijada, como marcas de un inmemorable paso cerca de la muerte, la vieja y derruida edificación se sostenía como una olvidada ruina ateniense que rememoraba ancestros y albores glamorosos de una época en que la química médica aún no había desplazado al olvido a la electricidad, que por aquel tiempo prestaba servicio al bien mental. Luego, detenía la búsqueda infructuosa y se reubicaba en el espacio que la envolvía, restituyendo el aliento de los pulmones y acomodando pulcramente su inválida falda. Yo asistía a este rito todos los días desde el último mes, como quien espera ansioso una especie de aniversario sin recuerdos. Había descrito una serie de intentos contradictorios por hablarle, pero nunca tuve respuesta. Ni siquiera se percató de que permanecía de pie junto a ella, deteniendo el tiempo y la distancia desde hacía un largo rato. La locura en su cuerpo ausente y sus palabras sin pecado circundaban el aire que me rodeaba.
Tengo aun un recuerdo turbado de cuando éramos jóvenes. No era la más hermosa, pero en aquella época conservaba esa beatitud de la que ninguna mujer debiera escapar jamás, como si perseveraran en una cárcel mediatizada únicamente para el servicio de los hombres. La mayoría de las niñas del pueblo lo tenían celosamente sabido y guardaban este vaginal secreto bajo la matriz de una incipiente virginidad a punto de estallar; esto nos bastaba a todos. La timidez había hecho en ella un preciso trabajo de plenitud que se degradó vertiginosamente un día perdido en la memoria de su diario íntimo, en el que faltaron los sueños felices y se prolongaron en la insania de un vientre eterno y desmoronado a la vez. Otro hubiera sido el destino de su ruego si aquel responsable primordial que debí haber sido no hubiera caído en un interior acobardado, el que nunca pude hacer emerger para luego rescatarme. No hubiera querido volver jamás a este lugar del que huí, como de mí mismo, pero tampoco tuve la entereza de morir guerreando con las inútiles promesas de un mundo mejor que no me correspondía inventar. El enorme talud que engendró este siglo sin vejez al cual me aferré creyendo que para todos los males sólo habría dos remedios, el tiempo y el silencio, desnudaba una turbia invocación al olvido, donde predominaba una pesadumbre imperfecta y volvía a correr un velo que mi mente no podía resistir. Para mi desgracia, cada año el almanaque inoculaba una pertinaz poción morbosa de sí; con una delgada incisión contaba entre sus fechas un día negro, como una efeméride sin héroe ni bandera triunfante.
Recuerdo sólo el vacío de las circunstancias del día que me fui. Nadie se había mirado entre sí. El paso rítmico y acompasado se había detenido y se tornó una marcha desigual. Tampoco nos percatamos de eso, al contrario, el golpe imperfecto y atolondrado de los terrones de tierra sobre la madera pulida creó una música fúnebre y silenciosa. Apenas nos rozábamos los abrigos que por el frío se habían aunado en un bloque animal también sin vida. Eso fue todo. Alguien apuró la ceremonia apelmazando las notas de la sinfonía con paladas gruesas y continuadas y me sacaron de una realidad interna que arrastró mi conciencia a la gris fantasía diaria, al defecto de la intemperie y los desperdicios.
Un gran signo de pregunta y de angustia se abalanzó sobre mí y comencé rápidamente a hilar ideas deshilvanadas en mi cabeza, al tiempo que intentaba apoyar mi mano aún temblando sobre su hombro intoxicado de prescripciones insuficientes y búsquedas infecundas sobre un desierto de despojos barriales. Ahora yo estaba ahí agazapado revolviendo la basura, sintiendo que de a poco comenzaba a comprender aquella súplica a la que jamás pude responder y que ahora empezaba a contestarle. Cuando me preguntó por las rosas y las almendras, por un olivar crecido en este barrio, por todo el río que recordaba de niña y que debía estar aún aquí, rezongó al olvido por alguien que se llevó todo y que tiró a la basura a su hijo, ni bien apenas quiso nacer.
El deseo de los padres es un texto que uno lee a su modo, pero en este caso no había palabras que generaran la imposibilidad de borrar su existencia. En mi displicencia me sentí obitándole el nombre que nunca supe, llevando al punto extremo el opuesto principio a la razón de las cosas.
Paulatinamente fui cayendo como en una fosa común, adelantándome a la víspera de un holocausto interior. Lentamente, me incliné como quien postrado ruega un lento adiós sin olvido, pero ella me miró con una triste añoranza sin desconsuelo, sabiendo que mi traición suprema fue un desamor perteneciente a otro mundo, más lejano y confuso, más incierto. Sin girar sobre mí su vista perdida, me sugirió al descuido que rastreara los paquetes contiguos, que todavía quedaba mucho por revisar, que aún decidir un nombre llevaría tiempo; pronto sería el horario del cierre de las puertas de su casa y no era bueno si llegaba tarde hoy, aunque sólo por hoy tuviéramos que dormir en la calle.
FIN
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 5
  • Votos: 15
  • Envios: 0
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