Se conocieron a veinte metros bajo tierra, en un andén del metro. Cinco veces en dos semanas coincidieron sentados en un mismo banco y leyendo también la misma novela de intriga. La coincidencia llamó su atención y se presentaron. A partir de entonces, todas las mañanas al verse, empezaban con un buenos días y terminaban hablando de la trama de la novela y de los personajes.
Terminada la lectura del celestino libro, comenzaron a hacerse sitio en un banco del andén. Se habían caído en gracia. Les agradaba conversar el uno con el otro, bromear y reír juntos. Tan solo la llegada del transporte subterráneo, truncaba el gratificante momento en el que se encontraban: apenas quince minutos de disfrute. Por lo que, pareciéndoles poco tiempo, decidieron adelantar su encuentro desayunando en la cafetería de la estación. En breve, el madrugar para ir al trabajo no constituyó una obligación, supuso un placer matutino, un levantarse con juvenil alegría, con energía, con ganas de llegar pronto al andén y volverse a ver.
El acercamiento del uno con el otro, el roce intencionado de sus manos mientras desayunaban y los besos de despedida al llegar el metro de ella, fueron abriendo la soga de lo rutinario, monótono y previsible en que se habían convertido sus vidas privadas: la casa, las obligaciones maritales, los niños, etc. El resurgimiento de sensaciones olvidadas, de sentirse apreciados e importantes provocó en ellos una reacción de atracción afectiva. La aventura del romanticismo surgió entre ellos sin buscarla. Y así transcurrieron cinco poéticos meses atrapados por un inocente y excitante romance bajo tierra, sin extrapolarlo a la superficie.
Pero llegó el día en que ella fue portadora de frustrantes noticias: su esperado ascenso laboral había llegado y con él el traslado a otro destino de trabajo. Como un jarro de agua fría les cayó la noticia. El coche debía ser su nuevo medio de transporte. El juego de la galantería y el coqueteo, tocaban a su fin. Se habían habituado tanto el uno al otro, había surgido tanto magnetismo entre los dos, que aquella sombría mañana, ambos decidieron prolongar su conversación, su despedida. Embargados por la pena y la nostalgia, cogieron sus móviles y llamaron al trabajo: "Llegaré un poco tarde". Y cuando ambos hubieron expresado lo mucho que sentían aquel distanciamiento y lo cómodos que estaban en compañía del otro, aprovecharon la soledad del andén, la marcha del último pasajero, para que sus manos dejaran de rozarse furtivamente y comenzaran a estrecharse y acariciarse, y cogidos y abrazados se fundieron en un emocionado y sensual beso lleno de pasional cariño. Ambos se entregaron sin pudor al excitante jugueteo de sus labios, dejando constancia de ese incipiente amor, imposible y tardío por sus ataduras conyugales, que iba a terminar igual que había empezado: en el andén.