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En uno de los lugares más hermosos de la ciudad de París, se hallaba una gran construcción, casi tan bella, como la ciudad que le daba cabida: Notre Dame. Notre Dame se trataba de una inmensa catedral que, según se decía, guardaba muchos misterios y, entre ellos, una historia en la cual lo feo y lo bello, así como lo malo y lo bueno, se entremezclaban entre la leyenda y la realidad.
Dentro de aquella catedral se escondía un ser muy extraño, cuyo cuerpo al parecer, se asemejaba más a lo monstruoso que a lo humano. La maldad de los hombres había condenado a aquel ser llamado Quasimodo, a vivir en la oscuridad alejado del resto, a pesar de poseer un alma tan limpia como jamás se había visto en ningún otro lugar.
Quasimodo habitaba la torre del campanario de la catedral, pero no lo hacía solo, le acompañaba un hombre muy cruel, el juez Frollo, que había visto nacer a Quasimodo erigiéndose en su amo desde entonces.
Un día, Quasimodo, harto de su encierro y muerto de curiosidad por lo que pudiera haber en el exterior, decidió abandonar la torre del campanario e irse a explorar aprovechando uno de los días de fiesta más importantes de la ciudad, el Festival de los Bufones. En aquella fiesta Quasimodo pudo ver y conocer a la joven Esmeralda, y le pareció la persona más bella del mundo. Quasimodo también conocería aquel día al capitán de los soldados, Febo, y poco a poco, ambos se convertirían en sus mejores amigos. Qué feliz se sentía Quasimodo al ver que al fin era aceptado, a pesar de su apariencia, como uno más. Febo y Esmeralda, la gitana, pudieron contemplar en Quasimodo la nobleza y bondad de su alma y no dudaron en entregarle su amistad. Hasta el resto de la gente que poblaba la ciudad se dio cuenta de la riqueza de Quasimodo, y decidieron premiarle en la fiesta como Rey de los bufones, al feo más simpático y amable de todo el lugar. Sin embargo, Frollo, que contemplaba desde muy cerca la huida del campanario y traición de Quasimodo, no podía creerlo y, poco a poco era consumido por la rabia y el rencor.
La maldad y el egoísmo de Frollo, no le permitían comprender que Quasimodo caminara libre por el mundo, y mucho menos que pudiese ser feliz. De manera que decidió urdir un plan para alejar a Quasimodo de sus nuevos amigos. Y de este modo, fue como Esmeralda y Febo fueron apresados y encarcelados, y Quasimodo conducido de nuevo al torreón de la catedral advertido de las consecuencias que tenía burlar y no obedecer las normas de un amo.
Encadenado en el campanario de la catedral, el pobre Quasimodo no alcanzaba a comprender el porqué de tanta desdicha y maldad en un hombre. El cuerpo de Frollo no poseía ninguna deformidad como sí la poseía el suyo, y sin embargo, su corazón y su alma se encontraban completamente retorcidos bajo una apariencia aparentemente perfecta. Aquel corazón podrido por la envidia y el odio, y no él, sí que representaba la verdadera fealdad de los seres humanos…
¡Qué rabia e impotencia sentía Quasimodo ante tanta injusticia! Y tras mucho pensar, decidió que debía ponerle fin a aquella situación poniéndose en marcha. Fortalecido por el recuerdo de sus amigos, y sobre todo, por el recuerdo de la joven Esmeralda, sus brazos consiguieron finalmente romper y hacer añicos las cadenas que le amarraban a la torre del campanario, y aunque era consciente de que Frollo jamás le perdonaría aquel desafío, su sentido de la justicia y de la amistad le convertían en alguien mucho más fuerte y poderoso que el miedo mismo. Así, tras liberarse de las cadenas, consiguió encontrar a sus amigos y liberarles también.
La liberación de Febo y de la joven Esmeralda convirtió a Quasimodo en un auténtico héroe local: un héroe feo, tal vez, pero poseedor del alma más hermosa y poderosa de toda la ciudad.
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