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en mis sueños

Aquella noche Abel se presentó frente al espejo, ante aquel objeto que se había convertido en el puente entre dos mundos, y sentía el impulso de cruzarlo, de volver a su pasado, a aquellos momentos donde ubicaba su felicidad, una época que él recordaba libre de prejuicios, donde desde la ingenuidad con la que daba sus primeros pasos no era consciente de la maldad, la crueldad y la intolerancia, y con lágrimas en los ojos deseo convertirse en un devorador de almas, dotado de poderes mágicos con los que ser capaz de encerrar las vidas de aquellos hombres movidos por la maldad en la in animación de sus palabras.
Una máxima de Séneca dice que el verdadero bien se halla únicamente en la tranquilidad de la conciencia. Día tras día Abel se iba dando cuenta de la riqueza de la que habían hablado sus abuelos. Una familia humilde que había sacado adelante a su hijo adelante sin mayor virtud que el amor que se procesaban el uno por el otro, encaminándolo por el camino de la tolerancia y el respeto, el rechazo de la maldad que les hizo vivir con la conciencia tranquila, luchando con su esfuerzo por obtener sus sueños que no iban más allá de ser simplemente felices.
Abel plantaba estas dudas en sus noctámbulas charlas a sus abuelos, y las regaba con encharcadas miradas al cristal que lo alejaba de la pesadilla que vivía a diario, pretendiendo recoger algún fruto, tal vez una respuesta que le diese la felicidad, una respuesta que sembrase
de optimismo el anguloso camino que le quedaba por recorrer. O tal vez una mano tendida que le ayudase a cruzar el cristalino marco y traspasar la frontera.
A pesar de ver a través de aquella ventana particular las escenas tan peculiares que se revelaban en aquellas la llegada del sueño para Abel fue el comienzo de un duro tránsito por oscuros pasajes, fruto de rondar por su mente la crueldad y la maldad.
Abel creyó despertarse en un oscuro y estrecho pasillo que se antojaba infinito, cuyo techo se perdía en la oscuridad, donde no alcanzaba a llegar la exigua luz que desprendía un viejo candil a sus pies. Aquel ambiente propio de un escenario de misterio provocaba la excitación de su bello, y en tan gélido paraje Abel sintió en su nuca el irreverente saludo del miedo. Contando como único aliado la luz del viejo candil, Abel comenzó su extraño viaje por las entrañas de aquella estrecha travesía, llegando a atisbar a poco de partir una pequeña puerta que se abrió a su llegada.

Cuando dirigió su mirada hacia el interior de aquella oquedad el corazón de Abel comenzó a bombear de una manera desesperada, parecía querer salir de la prisión en la que se ha vía convertido su cuerpo, que ahora le obligaba a ser espectador de lujo de escenas de maldad y crueldad, que atesoraban un mayor grado de dureza a los ojos de Abel al ser los actores invitados a tan funesto estreno su querida familia.
Con lágrimas en los ojos Abel tuvo que presenciar con firmeza como su madre era fruto de la ira descontrolado de su padre, golpeándola con dureza y sin miramientos en todas aquellas partes que no acudía a cubrir con sus pequeños brazos. Junto a la legión de palos salían a escena las más sórdidos insultos contra la dignidad del vencido. Su madre postrada en el suelo de un escaso decorado de cocina alargaba la mano hacia la figura de su hijo, que en su intento de salir a su auxilio se encontró de frente contra la puerta sin pasador que no pudo abrir a pesar de los arranques de rabia que aporreaban sin éxito su dura figura.
Como marioneta de circo su entidad era guiada por el cuerpo de aquella larga lombriz, hasta la llegada a una segunda puerta que se abrió en su presencia. En ella tuvo que presenciar con forzada firmeza la imagen maltratada de su abuelo, sentado desnudo en un sucio baño, despojado de toda dignidad, sufriendo en su cuerpo la reprensión de una dura enfermera, que le echaba en cara lo estúpido que era al no poder controlar su micción. Haciendo chiste de su estado reía irónica al relatar con maldad los actos incontrolados de su pobre abuelo que llamaba amilanado a su querido nieto, y tendiendo las manos hacía este provocó el cierre repentino del telón de madera en que se estaba convirtiendo cada puerta.
Las lagrimas iban río abajo en el descenso de su rostro, lamento al que no le permitían tener fin, y aún sin reponerse lo más mínimo de tan nefasta visión volvió a convertirse en espectador de lujo de las cualidades de su querida abuela para la obtención de una limosna en la soledad de la calle. Vestida con un viejo chal carcomido que su querido marido le había regalado, y acompañada de un viejo cartón que servía de escaparate a sus penurias, pedía clemencia y compasión hacía una solitaria anciana sin nada que comer.
-¿ No tienes nada que poder darme para comer Abel? . Preguntaba su abuela mirando fijamente con tristeza a su nieto.
Junto a la triste luz prosiguió su cruel paseo por tan inhóspito multicine, reviviendo en cada sala el dolor de aquellas escenas que a diario veía en las televisión o aparecían relatadas en algún diario, pero que en esta ocasión tenían como actores principales los pilares de su vida, su familia. Las variedad de situaciones se renovaban con urgencia, sin que el manantial eterno tuviese unos instantes de descanso. La imágenes no mitigaban la dureza que se clavaba con rabia en el pequeño cuerpo de Abel, y si su corazón estaba a punto de estallar cuando veía muertos de hambre o de frío a sus abuelos, acuchillados a sus padres por la estúpida religión o sus cuerpos mutilados por una guerra en la que su palabra no tuvo valor, e infinidad de crueles actuaciones a lo largo de la inmortal noche, su corazón vaciló en el precipicio de la vida al ver su imagen reflejada en el interior de aquellas habitaciones.
Nadie venía a socorrerlo en aquel laberinto particular, Dédalo no tuvo tiempo de construir para el unas alas con las que poder escapar de aquella ilusión, ni siquiera Ariadna soltó el hilo que le llevaría a la liberta como si hizo con Teseo, teniendo que sufrir aquellas visiones, unas veces como niño maltratado por sus padres, otras mutilado por los recuerdos de la beligerancia de otros, drogado en las calles de alguna ciudad intentando huir de la cruel realidad que le tocaba vivir, atado de pies y manos en algún orfanato perdido en la incomprensión, hasta una infinidad de situaciones que provocaron el dolor más profundo en su ya debilitado cuerpo. Y cuando creía que nada podía hacerlo tambalear aún más diviso un ataúd, al acercarse pudo ver su imagen, en ese momento se apagó la luz y el grito que provocó tal situación le trajo de nuevo a la vida.
Empapado en lágrimas y en sudor se levantó corriendo del potro de tortura en el que se había convertido aquella noche su cama, y en la penumbra de noche sus ojos buscaron con fervor alguna presencia familiar, y dirigiendo como por obligación su mirada hacia el espejo encontró lo que buscaba. Sus abuelos le miraban desde la puerta de su casa y con un saludo trasmitieron la serenidad y tranquilidad suficiente para que Abel se pudiese abandonar de nuevo al sueño.
-todo ha sido un sueño Abel, un mal sueño. Replicaron sus abuelos.
Y su abuelo besaba a su mujer en la mejilla y sonreía mirando a su nieto empapado en miedo frente al viejo espejo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sueños
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