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Categoría: Historias Pasadas

la tía nueva

Yo ví morir a mi tía. No se murió así nomás, sino que se despatarró en medio de la habitación como si un tractor le hubiera pasado por encima. Sólo que no vimos ningún tractor en la sala grande y nadie supo decir qué le pasó mientras ella se aplastaba contra en el piso durante algo así como un minuto, hasta que se fue de este mundo.
Ocurrió una Nochebuena, con toda la familia reunida en la casa de mis padres. Y cuando digo toda la familia hablo de por lo menos treinta personas, contando a los niños y a un par de vecinos a quienes nadie recordaba haber invitado.
Debo decir que esa tía se llamaba Eugenia y no llegó a decir sus últimas palabras; esas que dicen los que van a morirse antes de hacerlo, porque se limitó a mover sus piernas, como si pedaleara en una bicicleta imaginaria, hasta que se acabó.
No tengo nada que decir de la tía Eugenia porque mucho no la conocía pero, si quieren que les cuente, era una vieja alta y flaca, sin muchos adeptos en la familia. El tío Andrés decía que vivía sola pero nadie sabía nada de su patrimonio.
Era elegante y uno no podía dejar de notar la calidad de su ropa. Pensándolo ahora, tantos años después, creo que las primas jóvenes de entonces la observábamos con detenimiento y algo de envidia, como tratando de develar su secreto.
-Se casó con un marino, a los diecinueve años, y dejamos de verla por décadas.
Mi mamá le decía eso a todo el mundo pero se repetía porque no parecía saber nada más.
La tía Eugenia apareció por primera vez, por lo menos para mí, cinco nochebuenas antes de su muerte. Por la cara que pusieron los parientes mayores, nadie la esperaba, pero se comportó como la reina de la fiesta.
Vestida enteramente de negro, llevaba en cada mano varias bolsas con nuestros regalos, lo cual fue suficiente para que la adoráramos desde el primer momento.
Ella tampoco nos conocía porque cuando se alejó de la familia nuestras madres aún no se habían casado, sin embargo, nos sonreía con ternura mientras ponía en nuestras manos ansiosas las bolsas correspondientes a cada cual, con la prenda justa y del color adecuado, como si nos hubiera frecuentado toda la vida.
Mi tía no comía gran cosa y no bebía nada.
Pienso ahora, lamentando no haberme dado cuenta antes, que para ella la fiesta tenía que ver, más que nada, con entregarnos nuestros regalos, con la luz de nuestras sonrisas esperanzadas y las miradas ansiosas que nos dirigíamos antes de abrir cada paquete.
Yo tenía catorce años cuando apareció por primera vez.
Antes de su llegada las fiestas de fin de año me resultaron una carga pesada pero ineludible, ni me imaginaba qué diría mi madre si me negaba a asistir, pero desde la llegada de la tía Eugenia, y no sólo por los regalos, la fiesta comenzó a serlo de verdad. Nadie quería mostrarse reticente.
Recuerdo que con mi prima Angela solíamos especular acerca de la tía Eugenia los días posteriores a los festejos de año nuevo, pero, me parece, que lo que más nos seducía era el misterio, razón por la cual siempre dejábamos para el próximo año la tarea de averiguar cómo era su vida fuera de las fiestas.
No sabíamos nada acerca ella pero, de una u otra forma, la recordábamos todo el año. Con cierta vergüenza reconozco que me parecía extraño que una mujer tan elegante fuera pariente de nuestros padres, tan pedestres ellos, tan vulgares. Probablemente fue esto lo que no le perdonaron nunca. Ella, sin embargo, no parecía notarlo o, por lo menos miraba para otra parte, es decir hacía nosotros, los que nacimos después de su partida.
Creo, ahora que me acerco a su edad de entonces, que éramos su esperanza en el erial de su vida de viuda de marido desconocido.
Durante los cuatro años que apareció regularmente en las navidades de nuestra adolescencia no consiguió su propósito. Le decíamos tía para congraciarnos con sus regalos y la magia de su presencia pero no logramos quererla como una tía más y no imaginábamos como posible un vínculo parental con ella. La conclusión es simple pero no menos espantosa: su último intento por formar parte de la familia fracasó y no tuvo más remedio que morirse ahí para no seguir padeciendo el martirio del desarraigo.
Después de su muerte tratamos de indagar en su pasado pero sólo encontramos, en una pensión de cuarta, un ropero lleno con sus ropas de señora paqueta y, en un cajoncito de su cómoda de alquiler, nuestras fotos de la infancia y relicarios con mechones de nuestros cabellos de entonces sin que nuestras madres recordaran habérselos regalado. Esa tía desconocida nos quiso más que nuestra familia de todos los días pero no supo, o no pudo, llegar hasta nosotros, los hijos que no tuvo.
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