Lunes 11 de diciembre, son más o menos las nueve y media de la noche. Hay ajetreo en toda la casa, ya que dentro de un par de horas, como es costumbre desde hace algunos años, empezarán los rezos en honor a la virgen morena del Tepeyac: Guadalupe.
Desde temprano ese mismo día, mi mujer empieza a preparar la cena para la ocasión: un exquisito menudo con mucha pata, o a veces tamales, lo que si nunca falta es el calientito champurrado. ¡Qué sabroso lo hace mi vieja¡
Esta tradición de velar a la virgen de Guadalupe, se inició en mi hogar cuando vino al mundo mi hija la menor: Alejandra Guadalupe. Mi mujer hizo la famosa “manda” de velarla año con año y la prometió a la virgen porque tuvo problemas de salud cuando nació y desde entonces lo hacemos y con mucha fe y gusto.
Fieles a ello, en la parte delantera de mi casa, mi esposa le hace un altar cuando comienza el mes de diciembre y justo el día once poco antes de que den las doce de la noche, las señoras del barrio se reúnen y dan comienzo a los rezos.
Entre cada oración o no sé como se llaman, me toca participar a mi cantándole “La Guadalupana”, la clásica canción por millones de mexicanos entonada en su día. Una vez que terminan el ritual del rezo, y cuando el reloj marca las doce en punto, un maravilloso coro de voces, entonamos “Las Mañanitas”. Lo de maravillosos coro de voces lo escribo sin sarcasmo, en realidad mis vecinas cantan muy bien. Son entonadas y cuadradas, refiriéndome en esto último a que manejan la métrica musical muy bien. No vaya a pensarse en un malentendido.
Precisamente hace 43 años, mi madre –que en paz descanse-, en su momento por problemas graves de salud de quien esto escribe, prometió ante la Virgen de Guadalupe, a cambio de mi salud y mi vida, llevarme en sus brazos cuando cumpliera yo siete años.
Desafortunadamente, los constantes problemas económicos que se padecían en ese tiempo, jamás dejaron que mi querida madre pudiera cumplir su promesa. Sin embargo, a pesar de que ella no pudo acompañarme a la Ciudad de México, fue un 7 de octubre de 1993, cuando ya a mis treinta años de edad, en que de manera personal satisfice el deseo de mi madre y ese día me postré ante la imagen inmaculada de la virgen del Tepeyac. La emoción fue y sigue siendo indescriptible.
Es por ello que cada día de mi santita inmaculada guadalupana, no fallamos a la cita y puntuales haga frío o no, durante los últimos catorce años hemos cumplido fielmente lo que aquél 9 de marzo mi esposa con esperanza y fe prometió: Velar a la virgencita de Guadalupe en su día.
En fin, otro año más que cumplimos y otro año más que nos hacemos viejos; aun así, creo que mientras Dios y la virgen de Guadalupe nos preste vida, continuaremos con esa sencilla y muy festejada tradición de velarla, rezarle y cantarle.
Felicidades a todas y todos las y los Guadalupe.