Busqueda Avanzada
Buscar en:
Título
Autor
Cuento
Ordenar por:
Mas reciente
Menos reciente
Título
Categoría:
Cuento
Categoría: Educativos

las tres chispas

Unos ojos oscuros la observaban, rodeados de una bruma luminosa que giraba en torno a ellos lentamente. Desde lejos le llegaba el rumor de un chapoteo desesperado, una multitud que gritaba y el caos distante de un enjambre de sirenas que aullaban monótonas rasgando el plácido silencio que parecía cubrir el universo. Un peso inmenso le oprimía el pecho, como una fría losa de piedra que la aplastaba, dejándola sin respiración. El aire desaparecía de alrededor, de dentro de sí. En su cuerpo se incendió un dolor punzante, pero aquella losa imaginaria seguía sobre ella, oprimiéndola, aplastando su cuerpo contra la solidez imposible de la muerte. La bruma blanquecina dio bruscamente la vuelta y la mirada oscura desapareció en un torbellino de intensa luz. El murmullo lejano desapareció y la opresión del silencio más absoluto la envolvió como si se hubiese zambullido en un universo de luz y quietud. Julia llegó a sentir el silencio dentro de sí, apoderándose de todo su ser. Un silencio como nunca antes había sentido, que le daba la certeza de estar volando, de no pertenecer ya a este mundo. Ya nada la oprimía, podía volar libre, mecerse en la nada de luz y silencio que la acogía, deslizarse sin temores ni deseos por un eterno cielo blanco.

Y entonces el murmullo de una pequeña cascada se filtró en sus oídos y en su mente; la luz bajó su intensidad hasta dejar ver, brumosa e incierta, la superficie engañosa de un espejo cubierto de vapor. El murmullo del agua era ya como el sonido de la lluvia, la bruma era real, envolviéndola con su calor, y una voz femenina empezó a cantar a su derecha, tarareando melodías sin sentido. Julia se miró en el espejo brumoso, el cual, egoísta, no le devolvió el reflejo. A su alrededor la luz, mucho más suave, iluminaba los azulejos blanquecinos y rosados de un amplio cuarto de baño. El agua dejó de correr bruscamente y la cortina de la ducha se descorrió de un manotazo, mientras salía una chica de unos diecisiete años, frotándose vigorosamente con una gran toalla celeste. Julia dio un paso atrás, sorprendida, pero la chica, al igual que el espejo había hecho antes, ignoró por completo su presencia y se dedicó a limpiar el vapor del cristal para ver su reflejo. Su cabello era largo y rizado, de un rubio intenso y dorado, los ojos de un azul profundo y cristalino, y el rostro hermoso y cautivador como el de un ángel. Miró su bonito cuerpo reflejado en el espejo, y se dedicó a sí misma un guiño coqueto de aprobación y de orgullo. Julia la observó confusa, reconociéndola por fin, y viendo sólo ante sí a una chiquilla desnuda e indefensa, y le dio la impresión de que sus ojos estaban siendo sinceros con ella por primera vez en su vida.
La chica comenzó un estudiado ritual para secarse el cabello, ayudándose con un cepillo para que quedase ligeramente ondulado, pero no demasiado. Se envolvió en un albornoz también celeste y abrió la puerta del baño, dirigiéndose a su habitación. Julia la siguió, caminando despacio, observando la casa con una atención que nunca antes le había prestado. Los colores eran más vivos, más intensos, más reales o quizá más irreales, fantásticos, engañosos; los muebles, los mismos de siempre, parecían invitarla a acariciarlos, a sentir en sus dedos la superficie lisa de la cómoda barnizada, o la sensación pelosa de la colcha de la cama.
La chica se había vestido ya, contemplando con gran atención cada detalle de su ropa, sus vaqueros ajustados, la blusa azul que realzaba el color de sus ojos, el turbante, el cinturón, y ahora se estaba dedicando a maquillarse con gran atención y, como se podía comprender rápidamente, con mucha experiencia. Julia la observaba a veces, y otras veces paseaba la mirada por la habitación, sintiendo fluir los recuerdos de cada detalle, encontrando recuerdos que creía perdidos, y dejando que el sabor de esos recuerdos se deslizase lentamente dentro de su ser. Una sensación incómoda le hacía pensar que aquello era una despedida, que pronto debería abandonar la que había sido su habitación durante diecisiete años, y por ello todo resultaba de repente importante, todo a su alrededor hablaba; de momentos buenos, de otros peores, de otras personas que había dejado perderse en el olvido. Y volvía a mirar a aquella chica que se acicalaba con tanta seguridad, que pensaba que era tan fácil salir indemne de aquel día.
También la siguió al desayuno, y empezó para Julia un camino de descubrimientos que nunca podía haber imaginado. Allí, sentada en la mesa de la cocina había una anciana con el rostro surcado de mil arrugas, en las que navegaban la experiencia y los años de toda una vida de penas y alegrías, de gritos de gozo y alaridos de dolor. Nunca había mirado así a su abuela, nunca se había dado cuenta de su mirada de color almendra, profunda y brillante, en unos ojos que parecía que iban a llorar de un momento a otro, pero que habían aprendido a sobrevivir entre el frío y el viento lacerante de la tormenta. Esos ojos que tanto habían ya visto estaban fijos en la chica, que apenas la miraba, y expresaban en toda su hondura un enorme cariño y una oculta preocupación.
—A que soy guapa, abuela —dijo la chica alegremente mientras se servía en un tazón cereales enriquecidos con fibra. Estas palabras resonaron en los oídos de Julia como un eco rotundo y poderoso que se fue perdiendo despacio en la conciencia. No sabía muy bien por qué las había pronunciado aquella misma mañana, en el rápido desayuno que tomaba todos los días ante la mirada atenta de su abuela. Habían surgido así, sin más, desde dentro. Y ahora le resultaban extrañas, ridículas, como pertenecientes a una enorme broma que alguien le estuviese organizando.
La abuela sonrió. Julia nunca lo había observado antes, pero al sonreír la multitud de arrugas que rodeaban los ojos almendrados de la anciana se contrajeron en finísimas líneas de pentagrama que dejaban oír una suave melodía de dulzura y de hondo afecto. En aquel momento, a Julia, aquella anciana, que tantas veces había visto sentada a aquella misma mesa, le pareció la mujer más hermosa que jamás hubiese soñado.
—Julia, cariño, qué cosas tienes —respondió la anciana tras una reposada pausa con su voz rasgada como el rostro.
La chica se levantó retirando su plato y cogió la mochila que descansaba en un rincón de la cocina.
—Bueno, eso me dicen algunos. Hasta la tarde, abuela —añadió, mirándola con ternura.
—Recuerda que la belleza de verdad sólo se ve con los ojos del corazón —sentenció por último la abuela. La chica le dedicó una sonrisa, que a Julia, en aquel momento, le pareció muy estúpida, y se marchó veloz hacia la puerta.
Entonces empezó a sonar en los oídos de Julia una melodía distante como el coro de miles de voces que se entrecruzaban. La música subió de intensidad y de dulzura, llenándola de deseos de unirse a aquel coro invisible que la envolvía con sus cálidas voces en aquel canto secreto. De pronto una pequeña luz dorada atravesó el techo con un tintineo y se dirigió hacia la chica esparciendo chispas amarillas, pero ella había atravesado ya la puerta y la cerró tras de sí. La chispa golpeó la puerta con un leve crujido y cayó al suelo apagándose en un último chisporroteo. Igualmente la música se apagó, y volvió a dominar el silencio, sólo roto por un largo suspiro de preocupación de la abuela, que sacudió su cabeza cubierta de canas con el rostro preocupado.

Podría parecer que no había nada de nuevo en aquel día. Julia se veía a sí misma tal y como recordaba haber actuado desde aquella misma mañana. Pero en realidad era todo tan distinto a su alrededor que le fascinaba permanecer cerca de aquella chica, observándolo todo, dándose cuenta del inmenso mundo que la rodeaba y que nunca había mirado con aquellos ojos. Tuvo que darse prisa para alcanzarla antes de coger el autobús abarrotado que la llevaría al instituto, y una vez allí, permaneció detrás de la clase, fascinada por los detalles que se había perdido.
En segunda fila estaba sentado, como siempre, aquel extraño chico de las gafas marrones, Antonio. Julia lo había observado muchas veces pensando que aquellas gafas habían dejado hacía mucho de estar de moda. El pelo castaño enmarañado y poco cuidado, la ropa combinada y puesta de cualquier manera, y la manía por estudiárselo todo le habían procurado un gran desprecio de muchos en la clase, promovido, en parte, por la propia Julia y sus amigos. Pero aquella vez lo observaba de modo distinto. Bajo su igualmente enmarañado cabello y detrás de sus gafas pasadas de moda, su mirada castaña e inteligente escrutaba con gran atención cada uno de los extraños símbolos que la profesora de matemáticas había escrito en la pizarra. La frente se fruncía ante cualquier extrañeza, y, rápidamente, los dedos ágiles tomaban un lápiz barato y comenzaban a garabatear en un folio hasta que la mirada tensa se relajaba en una sonrisa, cuando por fin había comprendido. Algo misterioso había en aquel chico y en su forma de esforzarse. A Julia le dio la impresión de que aquel chico sabía dónde quería llegar, sabía por donde caminar. Y se quedó perpleja intentando recordar cuándo había visto a sus amigos tender esa mirada limpia fijamente hacia el futuro.
Cerca de la chica, en su misma fila, había otro chico, Kevin, con el pelo corto y una barba muy fina recortada con habilidad desde las patillas al mentón. La camiseta ajustada dejaba entrever un torso atlético, y los brazos desnudos hablaban claramente de muchas horas de gimnasio. No dejaba de mirarla, como siempre, y de cuando en cuando le pasaba algún trozo de papel que ella leía conteniendo la risa para no ser descubierta.
—Julia, podrías dar tú la respuesta a este problema —había preguntado la profesora al darse cuenta. La chica le sonrió a su compañero de fila que la observaba, y se volvió hacia la profesora.
—No —dijo, con una sonrisa perdida parpadeando con falsa inocencia. Algunos en la clase rompieron a reír, mientras otros movieron la cabeza en gesto de desaprobación. Sólo Antonio la miraba con fijeza. Julia creyó ver en el fondo de los ojos castaños de Antonio algo de la expresión de la abuela, algo de cariño mezclado con un suspiro hondo de preocupación.
Al salir de la clase los recuerdos de Julia se volvieron más nítidos, y los detalles se perfilaron como grabados en una tabla por manos hábiles con cinceles afilados. Antonio se acercó a la chica para hablarle. Lo había hecho muy pocas veces a lo largo del curso. Y aquella vez parecía más tímido que ninguna otra. La chica ni siquiera lo miró hasta que él le dirigió la palabra, pero Julia lo observaba ahora con gran atención. Caminaba con pasos cortos, sosteniendo con fuerza su carpeta contra sí, con demasiada fuerza, y no llegaba a decidir si mirar a la chica o al suelo, mientras sus labios se apretaban como para no dejar salir aquello que tenían que decir.
—Julia, si quieres te puedo ayudar en matemáticas —había dicho, por fin.
La chica lo miró como descubriendo de repente que había estado a punto de pisar una babosa.
—¿Cómo?
Antonio reunió sus fuerzas en su timidez y logró repetir la pregunta sin que, esta segunda vez, le temblase la voz. La chica lo miró de arriba abajo como si, por fin, hubiese pisado la enorme babosa y le espetó:
—Oye, si quieres ligar conmigo tendrás que intentar algo más imaginativo.
Julia oyó estas palabras sintiendo otra vez una fuerte opresión en el pecho y un dolor punzante. Los amigos de la chica habían comenzado a reír escandalosamente y ella lo hizo también. Pero Julia quedó observando a Antonio mientras se marchaba. Había bajado su mirada, pero todavía había tenido tiempo de mirar a la chica fijamente, con un profundo reproche. Entonces se alejaba, bajando por fin la carpeta y arrastrando los pies, dirigiéndose a la biblioteca. El coro de amigos y amigas dejó de reír, sin preguntarse siquiera si habían tenido de verdad motivo.
—¿Habéis visto qué cara más dura? —preguntó la chica con grandes aspavientos a sus amigas—. ¡Y delante de mi novio! —y le dedicó una sonrisa a Kevin que la miraba riendo todavía.
—Desde luego, Julia, mira que eres exagerada. Ese Antonio ya tiene novia. Los vi domingo paseando en el parque —dijo una de sus amigas.
—Venid todos fuera —dijo Kevin, y todos se dieron cuenta de que estaba deseando decirlo desde hacía rato—, tengo que enseñaros el coche.
Todos se dirigieron rápidamente a la salida deseando cuanto antes ver las novedades que Kevin les anunciaba. Excepto la chica, que caminaba despacio, mirando furtivamente hacia la puerta de la biblioteca. Julia recordó sus pensamientos en aquel momento. Había dado por sentado que Antonio sólo buscaba una excusa para acercarse a ella; pero saber que tenía novia, lo cual por otro lado a ella le tenía sin cuidado, le había hecho pensar que quizá quisiese de verdad ayudarla con las clases. Julia reconoció en la chica una mirada perdida, dirigida hacia sus amigos que caminaban por el pasillo, pero dirigida también hacia ningún sitio y hacia todos. Había tenido alguna vez esa extraña sensación de ser observada, la extraña sensación de necesitar a alguien, de tener a alguien cerca y no saberlo. Sus amigos habían estado siempre a su lado, y tantas veces en momentos difíciles la habían ayudado. Kevin había sido siempre cariñoso con ella. Pero aún así algo seguía faltando, un hueco abierto en su interior que no llegaba a llenarse nunca. Julia la observó, con aquella mirada infinita que la hizo aún más bella que el maquillaje. Y tuvo por primera vez el deseo de hablarle, de contarle que estaba a su lado, de decirle que la comprendía. Pero pronto entendió que no tenía sentido hablarle a un recuerdo. La chica sacudió la cabeza y se dirigió, con una carrera, hacia sus amigos.
Por segunda vez en aquel día oyó Julia la música de miles de voces profundas que la envolvían. Y también esta vez apareció una chispa. Entró volando por la ventana, centelleante y dorada, y se dirigió hacia la chica esparciendo diminutas briznas incandescentes. Pero la chica, en su carrera, ya no estaba allí, y la chispa volvió a caer al suelo con un tintineo apagado, y desapareció.
El coche de Kevin era un deportivo biplaza de líneas muy curvas y de color azul eléctrico. Solía traer cada cierto tiempo una sorpresa. Una vez habían sido los bajos laterales de fibra de vidrio; otra vez el formidable doble alerón trasero; otra el potente equipo de música; otra más el volante deportivo forrado en piel. Pero las estrías de ventilación laterales que traía esta vez, parecidas a las agallas de un gran pez, triunfaron entre sus amigos y también entre más gente que se les acercó para admirarlo.
La chica admiraba igualmente el coche y a Kevin, que sonreía con gran satisfacción, viendo la cantidad de gente que se había reunido a su alrededor para contemplar su nueva adquisición. Julia lo observaba de modo diverso. El rostro del chico era sin duda atractivo, pero algo había en su mirada aquella vez que le daba un aire preocupado. Rodeó con su brazo a la chica y la atrajo hacia él.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Kevin a la chica en un susurro. Ella lo miró, extrañada por la pregunta.
—Nada —respondió ella automáticamente, y no era cierto, Julia lo sabía. Pero era tan difícil darle palabras a ese vacío, darle nombre a aquello que sentía por dentro en cuanto acababan sus fiestas y llegaba, amaneciendo, a casa. Era tan difícil de sentir ese deseo de algo más. Así que repitió, sin más—, nada —Pero en la hermosa mirada celeste de la chica se adivinó una sombra que no se resistía a permanecer en silencio—. ¿Me quieres? —preguntó.
—Claro que sí, cielo —respondió Kevin, sorprendido por la pregunta.
—¿Darías tu vida por mí? —preguntó otra vez, de pronto.
—Julia, cariño, ¡qué cosas tienes! —respondió Kevin, incómodo, mientras sonreía con orgullo a los que se acercaban a contemplar su vehículo.
Julia observó a la chica que Kevin estrechaba. Su mirada volvió a vagar perdida un instante, hasta que un grito les sobresaltó a todos.
—¡Eh, tú, negro! ¡Quita tus manos de ahí!
Efectivamente, uno de los compañeros de color se había acercado también a ver el coche y estaba en aquel momento rozando el alerón trasero con sus dedos con gran admiración. Kevin se acercó a él y le empujó. El africano trastabilló un poco hacia atrás pero logró mantener el equilibrio. Los demás amigos de Kevin se acercaron con amenazas e insultos mientras el africano se daba la vuelta y se marchaba malhumorado. Julia observó a la chica, que miraba con desprecio al chico de color que se marchaba y murmuraba en voz baja: “son una escoria”.
Kevin volvió hacia la chica y la rodeó con el brazo, haciéndole un gesto con la cabeza. Ambos caminaron hacia el extremo del aparcamiento y se perdieron detrás del edificio del instituto, entre los jardines. Por primera vez Julia no sintió deseos de seguir a la chica, conociendo ya los detalles de la escena que venía a continuación, y, sin saber realmente por qué, prefirió dirigirse a la biblioteca.
Allí sentado estaba Antonio, hundidos sus ojos en un grueso libro y sumidos sus pensamientos entre sus páginas. Había escogido una gran mesa solitaria, cerca de la ventana, y tenía junto a él folios y bolígrafos, y una pequeña libreta muy ajada. Julia se acercó a la ventana y observó fuera del edificio. Entre unos setos se podían adivinar dos figuras unidas en un fuerte abrazo. Le vinieron a la memoria tantos momentos vividos junto a Kevin, de fiesta, de risas, de pasión, y también de dificultades, de incomprensión, y de vacío, otra vez ese vacío. El muchacho era muy tozudo, y conseguía lo que se proponía, pero algunas veces era un poco violento, y esto le había resultado divertido a Julia, aunque tenía que reconocer que no siempre.
Julia se sentó junto a Antonio, que siguió concentrado en su lectura sin moverse. Lo observó de cerca. Ciertamente no era guapo, no sólo porque no cuidase su aspecto, también por los rasgos duros y angulosos de su rostro. Tampoco hubiese dicho Julia que era tan horrible, pero entendía que, desde que lo había conocido varios años antes, nunca le había interesado conocerlo mejor.
Antonio levantó la mirada, estiró la espalda con un suspiro y comenzó a mirar alrededor; las pocas personas que había en la biblioteca seguían con su trabajo sin inmutarse. Entonces cogió un bolígrafo, abrió la libreta que tenía ante sí y comenzó a escribir la fecha del día. A Julia le venció la curiosidad y se acercó para ver qué escribía.
Hoy por fin me he acercado a La Pija para ofrecerle ayuda en matemáticas. Me preocupa porque se ve que es muy lista, al menos podría serlo; pero ni siquiera se ha dado cuenta de que yo estaba hablando en serio. Es una pena porque otros de su grupo, como el simple de Kevin, hacen todo lo que pueden, pero La Pija no. Ya veremos cuándo se despertará y se dará cuenta.
Julia había pensado que se trataba de un diario. Se había sentido incómoda al verse retratada con el nombre de Pija, pero, en el fondo no podía culpar a Antonio, y más teniendo en cuenta cómo lo acababa de tratar. Pero las palabras siguientes le sorprendieron, aquello no era un simple diario.
Tú sigue bendiciéndola, y pon en su camino personas que la sacudan un poco (pero no demasiado, ¿eh?) y que la saquen de ese río que la arrastra y en el que tarde o temprano acabará ahogándose si no se espabila.
Algo pareció golpear con fuerza desde dentro a Julia. Sintió otra vez y con más fuerza esa opresión que la atenazaba. Sintió el girar del mundo bajo sus pies con vueltas vertiginosas, y una gruesa lágrima resbaló por su mejilla mientras un apretado nudo se retorcía en su garganta. Y entonces se dejó oír de nuevo aquella música, primero muy distante, acercándose lentamente desde todos los puntos del universo, llenando la biblioteca, el instituto, el mundo entero, de armónicos cálidos y potentes en un entrecruzarse dichoso de melodías, llenando la mente de Julia de serenidad y paz. Una tercera chispa dorada, esta vez más brillante y vigorosa, apareció con su dulce tintineo y chisporrotear de diminutas centellas luminosas y pasó veloz ante Julia, atravesando la ventana y perdiéndose en el jardín. Julia se levantó bruscamente y corrió hacia la ventana para ver cómo la chispa se dirigía hacia la chica semioculta entre los setos. Dio de lleno en su espalda, a la altura del corazón, y rebotó esparciendo briznas luminosas hasta caer al suelo y apagarse.
Cuando Julia se dio la vuelta vio que Antonio seguía escribiendo en su libreta:
Esta tarde voy a volver a ver a Jaris. Me gusta estar con ella, es una chica tan valiente y tan sensible a la vez que me parece increíble haberla conocido...

Kevin y la chica habían decidido dar una vuelta por la ciudad para lucir los nuevos complementos del vehículo. Julia les acompañaba, observando sus risas y sus guiños como si fuesen fingidos, como si se tratase de una película de final predecible y feliz, feliz y sin sentido. Recordaba que, en el fondo, ella se había dado cuenta ya de que algo estaba fallando en su vida, recordaba que poco a poco Kevin y su coche habían sido cada vez menos interesantes para ella, recordaba que alguna vez había llorado en secreto, sin contárselo a sus amigas, porque realmente no sabía cuál era el motivo. Kevin conducía a gran velocidad por las avenidas, cerrando en las curvas para oír el relincho de los neumáticos, y revolucionando el motor cuando estaba parado en los semáforos, disfrutando de las miradas de admiración de algunos y, sobre todo, de las muecas de rechazo de tantos. La música inundaba sus mentes con toda su potencia y se expandía por las ventanillas abiertas esparciendo su enorme ego por las plazas, avenidas y callejuelas por las que pasaban. La chica parecía disfrutar también, pero Julia sabía que no era verdad, que era todo fingido, tan esmeradamente fingido que llegaba a creérselo profundamente, desde dentro del corazón, desde dentro de su vida equivocada. Y fingía sólo para contentar a Kevin, para alegrarle, para seguir a su lado sin necesidad de plantearse nada más.
Con este pensamiento la mente de Julia dio un salto y se puso a mirar fijamente a Kevin. Siempre había creído que él también disfrutaba con esto, y nunca se había parado a pensar si, quizá, Kevin estuviese pensando lo mismo que ella, y que en realidad sólo hiciese aquellas locuras para impresionarla, para retenerla, aunque él ni siquiera lo sabía. La mirada de Kevin era luminosa, alegre y satisfecha. Miraba aquí y allí con gran deleite, observando las reacciones de la gente al paso de su pintoresco coche, miraba también repetidamente a la chica, para comprobar que también ella estuviese disfrutando de aquel momento. Y, entre mirada y mirada, alguna vez su vista caía sobre los retrovisores, concentrado en conducir, y su expresión cambiaba durante un breve instante, y se hacía oscura, y aún más, temeraria y, a la vez, asustada.
Llegaron así a un gran puente sujeto por gruesos tirantes de acero a dos grandes pilares verticales. El río bajaba caudaloso en aquel punto, y los remolinos de sus turbias aguas iban a perderse al mar, que se veía a lo lejos, bajo el sol poniente, como una banda azulada con miles de brillantes puntos de luz. Ni Kevin ni la chica se dieron cuenta, pero Julia pudo ver, fascinada, el redondo disco del sol que rozaba la línea del horizonte, abrasando el mar en un beso incandescente, rodeado de unas pocas nubes de intenso color rojizo. Kevin y la chica se habían fijado en otra cosa. Una pareja contemplaba la puesta de sol desde el puente, cogidos tiernamente de la mano.
—¡Vaya, si es el empollón! —gritó Kevin para hacerse oír sobre el trueno de la música.
Y era verdad, Antonio estaba allí, cogido de la mano de una muchacha morena; y se giró al oírles pasar, al igual que su compañera. La chica se sobresaltó al ver el rostro azabache y chato de la novia de Antonio. El color de su piel, de un negro muy oscuro, contrastaba con el vivo fulgor del sol, en el horizonte; su nariz era chata y ancha, sus labios extrañamente gruesos, su rostro redondo y sus ojos negros y profundos como un pozo en la noche.
La chica hizo una mueca de desprecio al ver a aquella muchacha de color.
—Puaj, espero que no la bese, qué labios horribles.
—¿Sólo los labios? ¿Pero te has fijado en la nariz? —coreó Kevin pasando junto a la pareja a gran velocidad. Dirigió el coche al final del puente y con un súbito volantazo dio la vuelta en medio de un agudo chirrido de neumáticos y el reproche los cláxones de varios coches que pasaban cerca.
El motor rugió repetidas veces al ritmo que Kevin le marcaba, y con un último chirrido arrancó a gran velocidad dirigiéndose hacia Antonio y Jaris. La chica observó a Kevin, que agarraba con gran fuerza el volante deportivo con la mirada clavada en su objetivo y una sonrisa macabra que parecía torcerse en una mueca.
—¿Qué haces? —gritó la chica, desesperada, observando a su alrededor como esperando encontrar a alguien, una ayuda, una salida de aquel coche que se había convertido ya en un bólido. Julia vio su rostro tenso, su mirada de terror y la boca, la bellísima boca, desencajada como en un espasmo. Antonio abrazaba a su novia africana intentando protegerla del impacto fatal, mirando con fijeza el coche que se les venía encima.
Un instante antes de alcanzar a la pareja, la chica cogió el volante de Kevin y lo torció con fuerza para alejar el vehículo de su objetivo. El coche dio un brusco volantazo y pasó rozando a Antonio con el retrovisor.
—¿Qué te creías, Julia, que iba a atropellarles de verdad? —tronó, enfadada, la voz de Kevin.
En la mente de la chica se cruzaron en un instante miles de imágenes, entrechocando con violencia y deshaciéndose en añicos como si se hubiese roto un espejo ante su mismo reflejo. Comprendió que Kevin estaba solo bromeando, una de sus macabras bromas que hacía mucho tiempo que habían dejado de tener gracia; aunque ninguno de los dos se había dado cuenta, y seguían riéndolas con insulsas carcajadas, temiendo sorprender al otro si no lo hacían, deseando sorprender al otro al no reírse, y descubrir que la risa del otro era también fingida. Pero al mirar el rostro de Kevin, que la observaba fijamente con expresión sorprendida, otra imagen fatal apareció, rodeada de bruma y de incertidumbre, en el extremo de su mirada. La chica volvió su cabeza rápidamente, y ante ella las imágenes comenzaron a sucederse con gran lentitud, como si observase largamente cada fotograma de una película desenfocada. El rugido del motor había ya desaparecido, el último grito de Kevin se perdía en la nada de los recuerdos, y el silencio más absoluto se apoderó de sus oídos, de su mente, de su mirada y de todo su ser. Con el brusco giro el coche había invadido el carril contrario, Kevin sólo había tenido ojos para ella, y para su reproche, y el enorme camión que se les acercaba entró en su mirada demasiado tarde.
Era rojo.
“Me gusta el rojo” pensó la chica. Ante ella, como en un pesado sueño que luego no se recuerda vio un coche deportivo curvarse muy lentamente al chocar con el camión. Una pequeña capa de pintura azul eléctrico se desprendió del capó, y luego otra, más grande, y parecieron quedar suspendidas en el aire. El morro del deportivo se doblaba ante ella como la más blanda mantequilla, y el camión, rojo, se acercaba hacia ella como el tiempo, lento e inexorable. Algo pareció entonces empujarla, con gran lentitud y formidable potencia. Su cuerpo se levantó del asiento forrado, mientras en el cristal del parabrisas empezaba a aparecer, como un fantasma, una línea plateada, seguida de otra que la cruzaba, y de otra más, hasta que ante ella se materializaba de la nada una red inmensa de fracturas cuadriculadas. Entonces su cabeza dio contra el cristal. En el silencio más absoluto los mil y un vidrios diminutos en que se había convertido el parabrisas se apartaron, casi gentilmente, mientras ella salía, siempre despacio, impulsada hacia arriba por aquella extraña fuerza.
Julia observó cómo el cuerpo de la chica flotaba cada vez más alto, mientras ella misma la acompañaba en su vuelo, como dos gaviotas hermanas que planean sobre el azul profundo y oscuro del mar del crepúsculo. Tras ellas quedaban dos vehículos engarzados, miles de pequeños fragmentos de plástico y metal suspendidos en el aire, desplazándose con lentitud y majestuosidad, alejándose, como ellas, del impacto, quizá asustados, como ellas, quizá esperanzados de llegar a un lugar mejor en este su viaje por la placidez del aire sin viento, por los entresijos del tiempo que parecía haberse detenido. El puente se deslizó debajo de ellas, la barandilla, las miradas tensas, sombrías y aterrorizadas de la pareja que habían embestido, y que sólo pretendía contemplar la puesta del sol cogidos de la mano, y por fin, el río.
Describiendo una suave curva, la chica y Julia volaban hacia las aguas turbias del río. La fuerte corriente arrastraba furiosos remolinos en su camino desesperado hacia el mar, que ya no estaba tan lejano. Julia y la chica se acercaron en su leve caída, sus miradas contemplaban el puente, que se alzaba majestuoso ante ellas, las siluetas de Antonio y Jaris recortadas en la distancia, las nubes rosadas que se adivinaban tras ellos, en un cielo que se volvía ya azul oscuro.
La chica cayó en el agua, pesada como un saco. El tiempo detenido volvió a correr, el silencio que las rodeaba se desvaneció, y un frío viento azotó el rostro de Julia que sacudió todo su cuerpo como si despertase del más extraño y profundo sueño. Parecía seguir volando sobre el río, observando los remolinos y la espuma en el sitio donde la chica había sido engullida por las aguas. De improviso reapareció con un chapoteo, lanzando su cabeza hacia el aire ansiado. Su belleza había desaparecido, los cabellos empapados se pegaban a ambos lados de la cabeza ensangrentada; la nariz rota parecía resaltar, en un extraño quiebro ladeado, sobre la mancha de color rojo oscuro en que se había convertido su cara; la bella mirada celeste era ahora un grito desesperado que brillaba con fuerza en la retina.
Y entonces la chica gritó pidiendo auxilio. Un grito afilado como un cuchillo que Julia sintió hundirse en su pecho, alcanzando el corazón; un grito oculto desde hacía tantos años en el rincón más remoto de su mente, que tantas veces había deseado en secreto dejar salir, con fuerza y rabia, e inundar su alrededor como un torrente que se desborda.
Otros gritos, distantes y apagados, venían desde lo alto del puente, que ahora a Julia le parecía tan lejano. Allí, junto al bordillo, Antonio, Jaris y también Kevin observaban paralizados por el miedo la escena que les ofrecía el río. La chica había vuelto a desaparecer entre las aguas, y volvió a aparecer otra vez, sacudiendo con fiereza cabeza y brazos, esta vez ya sin gritar, para volver a hundirse de nuevo. En lo alto del puente algo se movió de improviso. Jaris se agarró de la barandilla con sus dos manos y tiró con toda su fuerza de su cuerpo, para sobrepasarla, se impulsó con un grácil salto y se lanzó, como una flecha oscura, hacia las indomables aguas del río. Julia siguió con la mirada la caída, mucho más veloz que la anterior, y el impacto con un fuerte chapoteo del cuerpo de Jaris con las aguas. Antonio, un instante después, había hecho lo mismo, y ambos se acercaron con grandes brazadas al lugar donde, por cuarta vez ya, se había hundido la chica.
En ese mismo sitio Julia cayó también, dejando su vuelo plácido de espectadora, y sintiendo con un violento escalofrío la fuerza de la corriente y el lamido gélido de las aguas salvajes en todo su cuerpo. Vio a la chica, hundida, que agitaba frenéticamente sus brazos y sus piernas en el agua; se vio a sí misma, intentando con la misma desesperación elevar su cuerpo en la corriente. Y descubrió que ese era el fin de su viaje, que había llegado al término de su recuerdo; se había acompañado a sí misma durante aquel día, reviviendo cada instante con una renovada viveza, pero ahora había terminado. A partir de aquel momento acababan los recuerdos. Julia miró por última la vez a la chica, que era ella misma, y se fundió con ella. Un espasmo lacerante de dolor le recorrió las piernas y la espalda hasta estallar dentro de su cabeza.

Unos ojos oscuros la observaban, rodeados de una bruma luminosa que giraba en torno a ellos lentamente. Desde lejos le llegaba el rumor de un chapoteo desesperado, una multitud que gritaba y el caos distante de un enjambre de sirenas que aullaban monótonas rasgando el plácido silencio que parecía cubrir el universo. Un peso inmenso le oprimía el pecho, como una fría losa de piedra que la aplastaba, dejándola sin respiración. El aire desaparecía de alrededor, de dentro de sí. Dentro de su cuerpo se incendió un dolor punzante, pero aquella losa imaginaria seguía sobre ella, oprimiéndola, aplastando su cuerpo contra la solidez imposible de la muerte.
Chapoteaba todavía, agitando piernas y brazos, observando a su alrededor sólo la negrura opaca del agua y el lodo. La superficie debería de estar ahí, sobre ella, en algún sitio. Pero se había convertido ya en una ilusión inalcanzable, en una utopía, en un sueño imposible, del que valía la pena despertar para enfrentarse al nuevo sueño eterno que la esperaba. Todo su cuerpo tiritaba salvajemente, el intenso frío comenzaba a entumecerla, y el nudo de su garganta se apretaba al mismo tiempo que luchaba por conseguir aire. Abrió la boca, pero sólo consiguió tragar una burbuja amarga de agua y cieno. El pecho se le incendiaba lentamente, ardiéndole en medio de su cuerpo helado y entumecido, gritaba buscando aire, en un alarido impotente y silencioso que surgía de lo más hondo. Un alarido imposible, abandonado a la nada, desesperado. Y en ese momento Julia, que era la chica, dejó de chapotear, y su cuerpo, ahora inerte, descendió despacio hacia el abismo. Un golpe, como un tambor, llenó su mente, y luego otro, esta vez más apagado; le siguió otro, y otro más en un ritmo mortecino. Su corazón luchaba en sus latidos, y cada uno era una conquista, y a cada uno se iba haciendo débil. Y al fin, con un último estertor, sonó el silencio.
Entonces sintió en su brazo la presión formidable de una garra, y una fuerza potente que la arrastraba; y otra más en el otro brazo, y aún otra que tiraba de sus ropas empapadas. Y en un milagro inesperado, su cabeza volvió a romper la turbia superficie de las aguas, y su boca, que ya no importaba que fuese hermosa, se abrió con un rugido, para dejar pasar, en un instante, el aire todo del universo. Sus pulmones se abrieron con un espasmo, e inundaron de oxígeno sus venas detenidas. Un brazo la sostuvo por el tronco, mientras seguían los tirones arrastrándola.
Llegaron a la orilla; Julia sentía bajo ella el tacto blando de la hierba y el fango. Sentía su cuerpo, como si no fuese suyo, pero no respondía ya a sus llamadas; le parecía que llegaba el momento de la despedida. Algo la sacudía; tiraban de su cuerpo inerte y lo habían extendido; pero ahora algo la sacudía. Los ojos oscuros de Jaris entraron en el pequeño círculo que Julia todavía veía, rodeado de la oscuridad y bruma que ella creía que anticipasen la muerte; y esos ojos oscuros se acercaron a los suyos hasta casi rozarlos. Julia notó sobre sus labios un calor tierno, y una sacudida repentina en sus pulmones. Sentía que algo le oprimía el pecho, pero no era ya una losa fría, sino el tacto rugoso de unos dedos entrelazados. Y mientras esta idea la extrañaba, sintió esos dedos golpearla con otra sacudida, y otra más, y aún otra. Una vez más los labios de Jaris se acercaron a los suyos, y sus pulmones inertes se estremecieron al hincharse. Los pensamientos de Julia se deslizaban con lentitud, sorprendidos, mientras continuaba en su cuerpo el ritmo extraño de golpes y estremecimientos, de voces distantes que no entendía y aullidos de sirenas que nunca llegaban. El círculo oscuro que rodeaba su visión estaba a punto de cerrarse por completo cuando oyó, muy cerca de su oído, o de su mente, y a la vez muy distante en el espacio y en el tiempo, la voz de Antonio en un grito desesperado:
—No te vayas, Julia, confía en nosotros. No te vayas.
La oscuridad se hizo completa a su alrededor, mientras resonaban, como armónicos perdidos en medio del silencio, aquellas últimas palabras. “Confía en nosotros”, “confía”. ¿Dónde había oído esto mismo? Algo había de extraño en esa frase, algo que la arrastraba muy atrás, hacia un recuerdo apagado que había mantenido tantos años oculto en el último rincón de su conciencia.

Una bonita niña, de unos diez años, observaba con su vivaz mirada celeste a través del estrecho resquicio de una puerta entreabierta. En la cocina una mujer rubia, que hubiese parecido hermosa, lloraba desconsoladamente y le gritaba con furia a un hombre alto y apuesto. Las venas se hinchaban en el cuello de la mujer mientras sus palabras se hacían cada vez más pesadas, más duras, y, al mismo tiempo, aliviaban el interior llagado de su alma, enquistado en dolores remotos, cruzado de antiguas heridas mentirosas, cerradas pero nunca curadas, llenas con el tiempo de espeso pus. Su marido se limitó a mirarla fijamente, dejando que cayese sobre sí aquella tormenta furiosa de verdades, impasible en su rostro y en sus ojos, apático en sus manos encogidas, insensible en su alma indiferente. La mujer estalló al fin en un mar de lágrimas amargas, de amargura vieja y añejada. Y el hombre, indolente, se alejó hasta la puerta y la cruzó para no volver jamás.
La niña, llorando también con lágrimas de inocencia, se acercó entonces a su madre y le acarició con su manita la larga melena rubia y rizada. La mujer levantó la vista, fijando en la niña sus ojos enrojecidos y acuosos, y le dijo —jamás lo hubiese hecho— las palabras que tanto la marcaron, aún olvidadas.
—No, Julia, cielo; nunca confíes en nadie; nunca. Sólo quieren aprovecharse de ti.

—¿Dónde estoy? —preguntó Julia, sin mucho sentido, después de aquel recuerdo de su infancia. La oscuridad reinaba a su alrededor, y también el silencio, pero esta vez un silencio que no la oprimía, que no parecía provenir de todos los rincones del universo, sino que era, simplemente, silencio.
—Espera un momento, necesitamos algo de luz —le respondió de improviso una voz cálida cerca de ella. Se trataba de un chico, no había duda; de un chico que nunca antes había oído, pero que en la calidez de su voz le pareció a Julia reconocer una extraña familiaridad más honda y antigua que la de sus amigos.
Un chasquido resonó en la negrura de su alrededor, y una chispa blanquecina hirió de repente las pupilas de Julia, que reconoció el olor familiar de una cerilla, y también la llama amarillenta que despedía. El chico encendió una vela que, al prenderse, iluminó lentamente las paredes rocosas y abruptas de una caverna. Julia se dio cuenta entonces de que estaba sentada sobre una silla de madera. Ante ella la misma mesa de su cocina, tal y como la había conocido toda la vida. A su derecha y a su izquierda la cueva se perdía en un túnel que parecía eterno. Y sentado frente a ella, sonriéndole con una amable mirada, estaba aquel chico inexplicable, de cabellos largos de color castaño oscuro, y de barba recortada casi de cualquier manera. Parecía tener poco más de veinte años. Llevaba puesta una camisa a cuadros y unos vaqueros, y gesticulaba al hablar golpeteando la mesa con sus largos dedos. No entendía por qué, pero Julia podía enseguida asegurar que su sonrisa era sincera, y que su mirada penetrante podía ver a través de ella como si fuese un cristal transparente. Sin embargo pensar esto no la incomodó, sino que deseaba ardientemente hablar sobre sí misma, contar todo lo que había sentido en aquel día tan extraño que había vivido dos veces; explicarle cuánto habían cambiado sus pensamientos sólo por verse desde fuera, y cuánto lamentaba ahora no haber sabido ver con otros ojos la primera vez.
—Has recibido un extraño don, querida Julia —la música de su suave voz fluía en la mente de la chica como un pacífico manantial. Nadie hasta entonces había pronunciado su nombre con aquel cariño, con tanto afecto; parecía que nadie, hasta entonces, había sabido pronunciar de verdad su nombre, tal y como era en realidad—. Tengo que reconocer que no suelo hacer estas excepciones muy a menudo... —su mirada se perdió entonces, pensativa, entre las rocas de la pared del túnel—. Pero alguien me había pedido, digamos, que te zarandease un poco; y yo sabía que, para ti, un poco era lo mismo que nada.
Julia bajó la mirada. Nunca hasta entonces había oído un reproche tan dulce y, al mismo tiempo, tan rotundo y certero; nunca hasta entonces había lamentado tan amargamente su ignorancia.
—Hay personas que se pierden —dijo entonces gravemente el chico, y su mirada se perdió un instante dolorosamente en cientos, miles de recuerdos que le inundaban—, que deciden perderse en este túnel. Sé que tú me entiendes. Ellos y ellas no lo saben, nunca se han parado a darse cuenta, pero han decidido perderse y lo consiguen. Quizá todavía veamos a alguno por aquí.
Julia miró a derecha e izquierda, temiendo que en aquel momento surgiese de la oscuridad una figura, algún loco que fuese capaz de perderse en un túnel de un sólo sentido y que apareciese hablando consigo mismo de enemigos invisibles que le perseguían y de voces que le atormentaban en la noche. Pero nadie apareció, y el chico siguió hablando.
—Antes de que se pierdan les mandamos siempre, ¿cómo decirlo? Tres avisos...
—¿Las chispas? —preguntó Julia, interrumpiéndole y dándose cuenta enseguida de lo que había hecho. Pero él la miró con una sonrisa y afirmó:
—Sí, bien. Digamos tres chispas. Algunas veces dan resultado, llegan esas chispas a su corazón, muy adentro, y deciden más bien encontrarse. También recuerdo muchos de esos.
Hablando de otras personas que se perdían y de otros que recibían chispas, Julia no había pensado en realidad de qué estaban hablando; y entonces cayó en la cuenta, y una sombra oscura y cargada de tristeza cubrió su rostro y se apoderó de su mirada, que ya no podía centrarse en los ojos castaños de aquel chico y se fijaron en la oscilante llama de la vela. Aquel chico no hablaba de otros, estaba hablando de ella misma.
—Yo las he rechazado —dijo, apenada—, las tres. La primera fue de mi abuela —el joven asintió con su sonrisa—, pero cuando llegó, yo ya no estaba allí. Las otras dos de Antonio... —y levantó la vista con un gesto de sorpresa—, ¿por qué Antonio?
—Ay, Julia. Has pasado muchas veces por tu vida sin mirar a tu alrededor. Allí siempre estoy yo. Y ya me encargo yo de pedirles a los que sí me escuchan que os envíen esas chispas. Sólo tienes que abrir los ojos y las verás, circulando por todas partes, en campos y ciudades, en lugares de alegría y de dolor, en medio del desierto y la desesperación y en el gozo más completo del hombre más feliz de la tierra. La próxima noche levanta la mirada al cielo, prueba a contar las estrellas, si puedes; pues muchas más que estrellas son las chispas que envío sobre la tierra cada día, a cada instante.
“La próxima noche...” resonaron con un inesperado eco dentro de Julia estas palabras.
—Entonces... —empezó, vacilando, la pregunta que le surgía de lo más hondo del alma—, ¿no estoy...? —era difícil de preguntar aquello.
—¿Muerta? —acabó él mismo la frase, viendo un suspiro de alivio en la mirada de Julia, que se había evitado aquella palabra—. No, querida. No todavía. Pero ciertamente esto va a ser más difícil para ti que lo hubiese sido morir —pronunciaba aquellas palabras con gran naturalidad, Julia se dio cuenta de que nunca había hablado con sus amigos, sus supuestos amigos, de aquel tema; y que quizá alguna vez le hubiese gustado hacerlo, aunque sólo fuese para aliviar sus temores al compartirlos—. Tu última chispa te va a hacer volver, y vas a tener que enfrentarte contigo misma; te aseguro que no te va a ser fácil —súbitamente la sonrisa volvió a sus labios y a su mirada—. Pero también te aseguro que mis chispas no te van a faltar. Y ahora, querida Julia, tenemos que irnos ya, te esperan.
El chico se levantó y cogió entre sus manos la vela. Julia lo miró con expresión apenada y él se dio cuenta.
—Tranquila, cielo, ya tendremos tiempo para seguir charlando, puedo asegurártelo. Todo el tiempo del mundo.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo entonces Julia sorprendiéndose de que su propia voz hubiese surgido espontánea, sin pensar que estaba interrumpiendo, sin temor a decir una tontería, sin ningún miedo más que a esconder las palabras—, has dicho “mi última chispa”, pero yo ya he recibido las tres.
—¿Ah sí? —dijo él con una súbita expresión preocupada mientras acercaba sus labios a la llama—, ¿ya has recibido tres? Vaya —se acarició la barba, pensativo—. Bueno, nunca se me dieron bien las matemáticas —con un guiño cariñoso sopló, y apagó la vela.

Y un golpe, y otro, y otro, en la oscuridad. Y la presión en su interior de los pulmones inertes. A continuación cinco golpes más, y la fuerza templada del aire entrando de nuevo en su cuerpo, sin resultado. Julia sentía esos golpes, como en un sueño; su cuerpo estaba parado, y ahora se mostraba ante ella indolente, apático, imposible de convencer para que volviese a moverse. Ante ella apareció un pequeño círculo de luz mortecina, y otra vez los ojos de Jaris muy pegados a los suyos, junto con el aliento cálido de la muchacha de color sobre sus labios. La oscuridad se fue alejando lentamente, y pudo distinguir el rostro fatigado y sombrío de Antonio, que apoyaba sus brazos y todo su cuerpo sobre su inmóvil corazón, dejando caer su peso rítmicamente sobre ella, intentando reanimarla.
Y de repente, en lo más profundo de su ser, escuchó Julia un murmullo leve como de una brisa que se acercaba. Pronto pudo distinguir en el rumor las voces lejanísimas de un coro que entrecruzaba melodías dulces y al mismo tiempo poderosas. La música se fue acercando, y llegó de pronto con más fuerza, mientras allá arriba, entre las nubes, una pequeña luz dorada revoloteaba a gran velocidad esparciendo a su alrededor miles de destellos amarillos con un sonoro tintineo. Y con un último zumbido la cuarta chispa alcanzó el cuerpo exánime de Julia dando de lleno en el corazón. La música de miles de voces continuaba sonando en sus oídos, pero a ella se unió el golpe formidable y sonoro de un timbal grande como el universo, y luego otro golpe más, y un tercero que daba paso al ritmo inextinguible de los latidos de su corazón, que Julia oía con alegría palpitar retumbando en sus oídos. Una bocanada fresca de oxígeno entró en sus pulmones, esta vez sin ayuda, y Antonio y Jaris se miraron con una amplia sonrisa.
—Bienvenida a casa —dijo Antonio dedicándole una mirada amiga y aliviada.
Julia miró el rostro de la muchacha de color, sus ojos oscuros la miraban con gran cariño, inundándose de lágrimas por momentos. Entonces pensó Julia, y era verdad, que aquellos eran los ojos más hermosos que nunca hubiese podido soñar. En torno a Jaris, resplandeciendo en el cielo, miríadas de estrellas curiosas y diminutas miraban también a Julia, y le dedicaban la más dulce de sus sonrisas.
Datos del Cuento
  • Categoría: Educativos
  • Media: 5.94
  • Votos: 79
  • Envios: 4
  • Lecturas: 9297
  • Valoración:
  •  
Comentarios


Al añadir datos, entiendes y Aceptas las Condiciones de uso del Web y la Política de Privacidad para el uso del Web. Tu Ip es : 3.133.109.251

2 comentarios. Página 1 de 1
Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 29-03-2003 00:00:00

Yo lo felicito porque escribe de verdad. Aunque por ahora no alcanzo a leer su "novela"por completo. Ya podré terminarla. Saludos.

lunnula
invitado-lunnula 29-03-2003 00:00:00

Felicidades por tu relato, Javier, tiene chispa! Me ha parecido entender que tiene una especie de moraleja, vivir cada día como si fuera el último y no juzgar a las personas por su apariencia. Es así? Felicidades por tu estilo! Un cordial saludo. Lunnula

Tu cuenta
Boletin
Estadísticas
»Total Cuentos: 21.638
»Autores Activos: 155
»Total Comentarios: 11.741
»Total Votos: 908.509
»Total Envios 41.629
»Total Lecturas 55.582.033