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Categoría: Hechos Reales

mátalos

En el tercer piso de un bloque antiguo sostenían su veterano matrimonio, los señores Castro.
Él, Rafael Castro, era representante comercial de una fábrica de artículos de cocina. Todo el dia lo quemaba de acá para allá, visitando clientes o intentando incorporar nuevos.
Belén, su mujer, se dedicaba a las tareas del hogar. No habían tenido hijos.
El aburrimiento, como la cizaña, se estaba abriendo paso gradualmente por cada rincón de sus vidas.
Belén, al no poder soportarlo, empezó a coquetear con el vecino de arriba, un divorciado de antecedentes libertinos. Ella siempre estaba sola. Su marido llegaba muy tarde y se iba muy temprano. Los fines de semana, salvo alguna salida, se los terminaba por comer el sueño y la televisión.
Esa indecente adúltera, en cuanto se sentía libre de Rafael, volaba al piso de arriba, o llamaba por teléfono, o salía al balcón , para ver a aquel lujurioso canalla.
Esa sucia y repugnante hembra yacía con un hijo de puta en la cama de Rafael. En su propia cama. Sus sábanas manchadas de pecado. Sus enseres profanados por la degeneración, por la burla, por la vejación y el insulto.
Rafael comenzó a verlo claro una noche, mientras ponía en orden los pedidos de la jornada en su pequeño despacho.
Cayó en la cuenta de que ella ya no lo solicitaba al acostarse. Cayó en la cuenta de que cuando él sube por la escalera, se oye siempre un cerrar de puerta en el piso superior. Cayó en la cuenta de que su mujer lo traicionaba y de que ese cerdo del 4º. 2ª. iba por los bares haciendo alarde de sus hazañas.
Así le agradecía Belén el sacrificio. Él, que había procurado siempre que en casa no faltase de nada. Él, que la había respetado hasta la veneración. Él, que se mataba a trabajar para que ella vistiera con elegancia. ¿Para que vistiera con elegancia?. Para que se desnudara con grosería ante el perro del cuarto piso. Para que se convirtiera en la ramera de un vecino y quién sabe de cuántos más.

El dieciséis de Febrero se dispuso a marchar por la mañana temprano como siempre. Le dijo a Belén que no le esperase a comer, que tenía que ir a la capital para cerrar un pedido importante.
Mentía.
Rafael no fue al trabajo. Estuvo deambulando por las afueras y cuando calculó que había transcurrido el tiempo suficiente, regresó a su domicilio. Aparcó el coche dos calles antes de la suya y continuó a pie, intentando mostrarse lo menos posible. Entró en el portal y subió sin hacer ruido. En el rellano anterior a su piso, sacó con cuidado las llaves del bolsillo de la americana, pero al hacerlo, el encendedor cayó al suelo. Se puso nervioso y respiró profundo. Entonces pudo oir cláramente unos pasos más arriba y un cierre de puerta.
Subió de un salto los tres peldaños que faltaban, abrió y entró con celeridad en su casa.
Como Belén no lo esperaba, se sobresaltó.

Una hora más tarde la policía lo detuvo. La vivienda se había convertido en un cuadro de sangre.
Rafael permanecía impasible en su despacho ordenando clientes alfabéticamente.
No dijo una palabra.
El cuchillo estaba sobre la mesa, con una vida goteando aun por su filo.
Los vecinos no se lo podían creer. Parecía tan normal. Un sangriento sendero llevaba al cuarto piso.


Pero nada de lo referido hasta ahora es cierto. Belén no engañó a Rafael ni un sólo minuto en toda su vida.
Al vecino de arriba, justo lo saludaba con la educada cortesía de quien se cruza por cualquier escalera. No sabía ni su nombre.
Todo ocurrió, eso sí, en la cabeza de Rafael Castro. Allí era todo de una evidencia lacerante.


-A ver, cuénteme, sr. Castro. ¿Desde cuando dice que oye voces en su cabeza?.
-Ya se lo dije antes. Es sordo,o qué...
-Dígamelo otra vez, que no me ha quedado claro.
-Joder. Todo empezó una noche como otra. Yo estaba pasando a limpio mis notas de envíos. Yo trabajo de viajante, ¿sabe?, y me gusta poner música suave cuando estoy en el despacho oranizando la tarea. De pronto, entre una canción y otra, creí oir unas palabras que parecían ir dirigidas a mí, pero no hice caso. Se lo achaqué al sueño y al cansancio.
-¿Y qué le decía esa voz?.
-No sé, algo como: Eres idiota, te gusta engañarte, hacer como el que no ve. Pero sí que lo ves. Sabes que tu mujer está muy extraña últimamente y cosas por el estilo.
-Eso, ¿se lo decía el disco?.
-Al principio pensé que sí. Pero luego volví a escuchar la voz por encima de la música, cada vez más clara y más acertada. Fuera lo que fuese, lo peor es que tenía razón en cuanto decía.
Me alertó de los sigilos con que se movía mi vecino. De lo mucho que se asomaba mi mujer al balcón, de lo que tardaba en recoger la colada cuando iba a la terraza. Me avisó de las risas que causaba yo a mi paso, de la mirada burlona de ese mal nacido. Toda la calle estaba al corriente del adulterio. Todos se mofaban a mis espaldas. Un pobre hombre, un cornudo consentido, un calzonazos, un mierda. Y todos lo sabían.
-Usted no se habría dado cuenta de nada, si no le hubiese informado la voz, ¿verdad?.
-Supongo que no. Los últimos dias, la voz ya se comunicaba conmigo a través de cualquier medio. Mientras mi esposa veía en el televisor una película, yo escuchaba unos diálogos muy diferentes a los que oía ella. Me contaba las porquerías que habían tenido lugar en mi propia habitación, cuando yo no estaba.
Ojalá todo el mundo tuviese lo que yo tengo. Una voz que te guíe, que te infunda valor, que ante tus dudas, decida por tí lo que debes hacer.
-Y la última vez que la oyó, fue en el furgón policial. Le dijo a usted que por fin había hecho lo que un hombre debe hacer, ¿no es así?.
-Y eso, ¿cómo lo sabe?, teniente. Yo no recuerdo habérselo dicho antes.
-¿Teniente?, ¿qué teniente?. Escúcheme con atención, iluso. En esta celda está usted solo, amigo Castro, no hay nadie más.
Datos del Cuento
  • Autor: luis jesus
  • Código: 5346
  • Fecha: 19-11-2003
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 4.93
  • Votos: 44
  • Envios: 3
  • Lecturas: 5307
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