Nirgendwo llevaba con los Alston toda la vida y con anterioridad había servido a los Montagú de Wiltshire. Era el favorito de Carolina, y aunque víctima de sus infantiles caprichos, era tambien el más privilegiado de todos los sirvientes. Tenía unos cuarenta y tantos años y un carácter muy manso y obediente, teniendo en cuenta que provenía de una larga estirpe de guerreros sudanes, valientes y orgullosos de su historia. Nirgendwo soportaba con estoicismo los caprichos de Carolina porque es lo que se suponía que debía hacer, pero secretamente envidiaba a esos europeos blancos. Tirado en su catre, a veces sentía una furia interior que solo le dejaba dormir tras recitar el Corán y entonces soñaba que un dia sería rico y viviría en una enorme mansion con muchos sirvientes.
Se había acostumbrado a llevar a Carolina al mercado y a deambular entre sus tiendas, donde los mercaderes árabes vendían las fragantes especias y las suaves telas que hechizaban a la pequeña. La situación era segura gracias a los esfuerzos del gobernador británico, así que los Alston dejaban ir a Carolina con Nirgendwo, en el que confiaban y al que ésta había adoptado como mascota. A su vez, él agradecía la oportunidad de abandonar la disciplina doméstica por unas horas y disfrutaba escuchando las historias de lejanas tierras y sus riquezas y prodigios de boca de los mercaderes, que contemplaban a la pequeña con una curiosidad malsana.
A pesar de que la Pax Británica imperaba en la mayoría de los territorios que reconocían a la reina Victoria como su soberana, tribus de guerreros hostiles se alzaban en armas en ocasiones y organizaban un pequeño revuelo en alguna parte del imperio, pronta y eficazmente sofocado por las tropas británicas y no siempre sin derramamiento de sangre. En el Sudán las cosas estaban tranquilas y se consideraba que era un lugar pacificado y estable. No obstante, algunas tribus llevaban un tiempo agitandose incómodas y aunque las situación no era tan sería como para merecer la atención de las autoridades, no por ello sus problemas dejaban de notarse menos.
Durante sus visitas al mercado, Nirgendwo había conocido a un cierto Ahmed, un comerciante sirio con el que pasaba algunas noches fumando hashish y comiendo dulces en su tienda de maravillas. Una noche en la que había abusado del hashish, Ahmed le habló sobre el lucrativo y peligroso negocio del tráfico de blancas, de las que existía una gran demanda en los harenes de los sultanes árabes. Nirgendwo se sorprendió al escuchar esto porque siempre había pensado que los esclavos debían ser negros. Ahmed le explicó que las muchachas blancas se pagaban muy bien y le dió la impresión de que él mismo no era ajeno a este tipo de tratos. Le confió que sin ir mas lejos, en esta caravana había traficantes dispuestos a desembolsar una enorme suma con tal de poner sus manos sobre una esclava blanca. ‘Que los blancos, que han inventado ese terrible comercio, caigan victimas de él muestra la gran justicia del misericordioso Alá’, pensó Nirgendwo.
Ahmed recreaba la vida en el harén entre el humo embriagador del hashish y los delicados dulces y zumos de frutas y Nirgendwo, en un trance delicioso, se iba adentrando en ese palacio de los sentidos, rodeado de voluptuosas huríes atentas a sus mínimas necesidades y compitiendo por complacerle en sus más oscuros deseos. Ahmed no pudo evitar fijarse en el enorme animal que se desperezaba bajo los finos ropajes de Nirgendwo y se acercó lentamente a liberarlo de su jaula de tela atento, sin embargo, a cualquier signo de rechazo, y sin detener el relato de las artes exóticas en los que han sido instruidas las sensuales esclavas. Nirgendwo se recostó sobre los cojines y se imaginó acariciado por las expertas manos de tantos solicitos ángeles del paraiso.
A la semana siguiente, sin embargo, el infierno se materializó en ese rincón del imperio británico. Clamando venganza por la muerte de su lider ocurrida en el fuerte inglés, una belicosa tribu del interior asaltó la región y atacó la mansión de los Alston. Los sirvientes fueron incapaces de resistir la avalancha de violencia y los que trataron de proteger a sus amos europeos fueron los primeros en caer. Delante de su familia y sirvientes, los rebeldes violaron y torturaron a las mujeres blancas sin importar su edad, para luego asesinarlos cruelmente a todos. Destrozaron con saña todo lo que encontraban en las habitaciones: muebles, libros, espejos, cualquier objeto que identificaban como extranjero. Camino de la siguiente masacre, se despidieron prendiendo fuego a la casa y mutilando y decapitando todo ser viviente, humano o animal, que encontraron a su paso dejando un rastro de desolacion como una plaga bíblica.
Toda la región hervía con la insurreción nativa y la población blanca se encerró aterrorizada en sus fabulosas residencias. Demasiado débil para hacerles frente, la guarnición británica se había atrincherado en el fuerte junto con aquellos que se las habían arreglado para escapar de la furia de los asaltantes y aguantaba la tormenta como podía esperando los refuerzos prometidos.
Tras unos arbustos cerca de la mansión y procurando no ser visto, Nirgendwo sudaba temblando sin poder dejar de pensar en lo que había visto. A su lado la pequeña Carolina, con una entereza poco apropiada para su corta edad, miraba a traves del humo los restos de lo que había sido su casa y su familia, su vida. A su alrededor no se oía un solo sonido, la vida había abandonado completamente el lugar, incluso los mosquitos que a todas horas importunaban con su zumbido y los insectos que se multiplicaban en cada resquicio y rincón del terreno, se mantenían alejados de este lugar de muerte y destrucción.
A pesar del riesgo abandonaron su escondite, no sin antes darse ánimos y convencerse de que era lo más sensato. Saltaban de arbusto en arbusto tratando de no levantar polvo y atentos a cualquier sonido, ocultándose cuando oían algo y poniéndose de nuevo en marcha cuando les parecía seguro. En más de una ocasión evitaron justo a tiempo a un grupo de rebeldes de mirada enloquecida. Nirgendwo ayudaba a la niña a saltar las zanjas sin soltar nunca su mano, esta niña era su salvación y condena.
Agotados, alcanzaron los últimos arbustos que anticipaban el comienzo de la pradera, que se extendía desnuda delante de ellos; a un lado se distinguía el fuerte inglés, rodeado de guerreros pero en calma, y el cual podía alcanzarse a la carrera y confiar después en la ayuda de la guarnición. Al otro lado, mucho más cerca, estaba el campamento de mercaderes, recogiendo y ya a punto de marcharse, menos que impresionados por el aspecto que estaban tomando las cosas.
Por un breve segundo la mente de Nirgendwo se trasladó a la tienda de Ahmed, que olía a sándalo y dátiles frescos, a hashish y sudor; con sus ricas telas de bordados geométricos y colores brillantes en el suelo, con sus visiones de placeres celestiales y el sonido de animales en la quietud de la noche. Entonces apretó con fuerza la mano de la pequeña Carolina y echó a correr.