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La lente

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    Aún recuerdo cuando era niño y mi abuela me contaba aquellos cuentos, historias maravillosas de mundos llenos de fantasía. También recuerdo con ferviente temor aquellas otras historias que atormentaban mis sueños convirtiéndolos en pesadillas interminables de varias noches en vela. Supongo que no lo hacía adrede y cada historia llevaba su lección incorporada, pero hoy, pienso que son relatos muy duros para un niño de aquella edad. Especialmente recuerdo un cuento, uno que me llegó a helar la sangre y me mantuvo en vilo durante más de dos años y que aún hoy me asusta al apagar las luces de la habitación y sentir el azote de la oscuridad…
    - ¿Quieres que te cuente una historia corazón? – decía Marta escondida bajo aquella sonriente vejez de graciosa y juguetona arruga.
    - ¿Pero una de esas de miedo…? – preguntó David con una mezcla de entusiasmo y temor recordando que la última vez que su abuela contó una historia de ese tipo tardó casi toda la noche en conciliar el sueño.
    - No… de esas no. La de hoy es más que una historia, es un hecho real. – la cara de Marta empezó a tomar el carácter de lo que se disponía a relatar y toda ella se mostró cómplice de su historia…
    >> Una vez, cuando yo aún era joven, en el pueblo había una muchacha que había perdido a su padre a una edad muy temprana, Adelaida se llamaba, y tuvo, junto con sus hermanos, que sacar la familia adelante, pues era la mayor de los siete. Su madre cayó en una tremenda depresión y al poco enfermó y murió. Así que, como ninguno de los hermanos tenía una edad legal, se los llevaron todos a un orfanato. No tenían más familia que la que siempre había sido en aquella casa y no había persona alguna que los pudiese reclamar. Adelaida tenía doce años por aquel entonces y aún le quedaban unos cuantos años más para alcanzar la mayoría de edad y poder salir así de aquella cárcel para críos. La adaptación a aquel lugar fue muy dura y tuvo la suerte, al menos, de ver como sus hermanos iban siendo acogidos por las mejores familias de las ciudades próximas al pequeño pueblo. Ella los vio marchar con la esperanza de volverlos a ver algún día en condiciones más favorables que las de entonces. Nunca ninguno de los seis hermanos supo nada de Adelaida. Aparece en las listas del orfanato, aparece el día de su entrada, pero no el de su salida. Sus hermanos tuvieron que guardar como último recuerdo a su hermana despidiéndose con la mano desde la ventana del salón, con los ojos llenos de lágrimas. Tras quedarse sin la poca familia que le quedaba, Adelaida no tenía más amigos en el orfanato que su propia sombra y las noches pasaban frías y largas… silenciosas… hasta que una de esas noches calladas una melodía vagamente entonada le sacó de ese leve aturdimiento causado por el efecto del sueño a altas horas:
    Canta mi niña conmigo,
    Pues la noche,
    A solas,
    Es solo silencio y oscuridad,
    Canta conmigo mi niña,
    Que en compañía
    La noche no es soledad.
    Acércate a mis brazos,
    Que yo te quiero acunar,
    Mecerte en dulces sueños,
    Algunos que no olvidarás.
    Deja que sienta tu seno,
    Tu corazón arda en mi pecho,
    Que siendo dos una unidad
    Nada nos podrá separar,
    Que siendo tu sangre la mía,
    No se precisa más compañía
    Que la habida por necesidad,
    Y necesidad hay poca en la vida,
    No más que respirar,
    Así que muerta te llevo
    Para evitar ese apuro,
    Bebe de mi alma
    Y mi alma te beberá,
    Sáciate con mi muerte
    Y vida no temerás,
    Ven conmigo ahora,
    Nada mortal te une al mundo,
    Yo te daré alas
    Y con ellas podrás volar,
    Porque,
    Aunque negras sean,
    Mil almas podrás cobijar…

    El miedo en un principio hizo que Adelaida retrocediera asustada y se acurrucara en un rincón de la habitación, pero después pensó, con su conciencia infantil, que todo sería mejor con tal de salir de aquel agujero. No tenía nada que perder y a cambio podía ganar esa libertad que llevaba ansiando tanto tiempo. Así que se puso en pie y dio la mano a aquella voz, sombra de confusión. Y ciertamente vio mucho mundo, y sus alas cobijaron muchas almas, pero todas decadentes, putrefactas y nauseabundas. Encargada de recoger y sembrar muerte por doquier Adelaida había perdido su identidad como ser humano, pasando a ser la portadora de las peores noticias del planeta en vida y su nombre desapareció, ocupando su puesto el único que merecía ocupar su figura: Muerte. Así la conocían ya antes. No estaba sola, en eso no mintió la voz, había muchas más como ella, atrapadas en aquel intenso e infinito sufrimiento ajeno. Incluso llegó a reconocer a través de sí misma al ser que se llevó a sus padres de aquel mundo del que ya no formaba parte. Encadenada a aquel destino intentó huir. Dejó la guadaña y se lanzó al mundo vivo. Demacrada por su duro trabajo deambuló por las calles del planeta en busca de una nueva vida, pero allá donde entraba la gente se echaba a temblar, salía corriendo, lloraba o perecía allí mismo frente a ella. Estaba claro que no podía escapar, ella misma había elegido aquello, nadie la obligó y ahora sólo sembraba muerte donde quiera que fuese. Entonces tomó una decisión, cada vez que bajara a este mundo para llevarse a alguien, le daría la oportunidad de vivir un poco más siempre y cuando dejaran a La Muerte vivir junto a esa persona el tiempo restante de su vida, para poder sentir así lo que antaño le fue arrebatado por engaño. Desde entonces es frecuente que alguna vez se presente antes de tu muerte para avisarte y se ofrece con este peculiar trato al que accede con unas hermosas palabras:

    Vengo a llevarte de este mundo
    Tu tiempo llegó a su fin
    Pero yo te ofrezco
    A cambio de sentir tu propia vida
    Prolongarla un poco más.
    En tu mano está el decidir.
    Yo te pido de buena voluntad,
    Aunque mi nombre no evoque tal,
    Que me dejes disfrutar Vida
    Que en esta Muerte no poco me queda
    Y joven vine a obrar,
    Sí así lo quisieres,
    Suavemente procuraré acabarte
    Dulce en la memoria de los demás.

    - Entonces, abuela, ¿eso es verdad? – dijo David con cierto compungimiento.
    - Como la vida misma hijo mío… – Ahora Marta se mostraba entristecida, las palabras que quería destinar a su nieto habían sido las causantes de aquella historia. - … anoche vino a avisarme a mí.
    Entonces los dos lloraron. Marta padecía un gravísimo cáncer que ahora llegaba a su fase terminal y no quería que David la recordará acabada de esa manera, por otra parte, no quería marcharse de este mundo sin despedirse. Había tratado de ser lo más suave posible con su nieto, el único que tenía. Esa fue realmente la última noche que David escuchó las palabras de su dulce abuela y la última historia, la que marcó sus noches, siempre fue aquella

 

Datos del Cuento
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