Confío en que el Duque de Rivas no se molestará por haber plagiado su título, pero es tan acertado para enmarcar lo que me ha contado mi amigo, al tiempo que me autorizaba para publicarlo en esta página, que no me he visto con ánimo para buscar otro, que nunca lo hubiese condensado tan bien como el presente.
Adolfo, mi amigo, está en esa divina edad en que el mundo va adquiriendo forma, los sentimientos se van perfilando, la naturaleza se demuestra viva, fulgurante y desafiadora, y el amor se infiltra con fuerza huracanada en las fibras más sensibles del corazón. Es decir, que Adolfo acaba de cumplir los veinte años, en Málaga, la ciudad natal, donde vive y tiene su residencia.
He aquí la versión de lo contado por mi amigo.
Como toda la juventud actual, Adolfo se mueve por el fabuloso mundo de las hondas hercianas con la pericia de un consumado navegador. Ha seguido todas sus rutas, intervenido en cuantos programas era aceptada su asistencia, y conversado en los chat cuyo contenido se le hiciera interesante. Este navegar constante le ha creado un gran cúmulo de amistades por todas las latitudes y países.
Desde principio de año, Adolfo entabló comunicación con Montserrat, una hermosísima muchacha de dieciocho años, que vive y estudia en Barcelona.
En un principio la comunicación entre ellos era la habitual entre internautas: bromas, pasatiempos intrascendentes, cambio de impresiones sobre motivos que surgían al azar, en definitiva un modo de pasar el rato. Pero un buen día, a Montserrat se le ocurrió enviarle por SMS unas fotos recientes, en una de las cuales, tomada en la playa, estaba solo con bikini. A la vista de las fotos, la impresión en Adolfo fue tan grande, que de inmediato cambió su estilo de comunicación con Montserrat. Se acabó lo intrascendente, sustituido por una comunicación apasionada por parte de él, que paulatinamente fue cuajando en el espíritu de Montserrat, al punto de pedir a Adolfo le enviase su retrato.
Puedo confirmar de motu proprio, que Adolfo es un guapo mozo, con la ventaja de que en fotografía da espléndido.
Es comprensible que, en ambos, después de su mutuo conocimiento por fotografía, surgiese un súbito deseo de conocerse personalmente. El problema era que tanto Montserrat como Adolfo vivían sujetos a la respectiva férula familiar, y desplazarse a tan larga distancia presuponía para cada uno de ellos una prohibición completa por parte de los padres.
Pero bien conocen los que están enamorados, que en cuestión de amor no existen barreras que impidan sus designios. En nuestro caso, los dos enamorados acordaron que se reunirían un sábado en Barcelona. Adolfo aduciría como excusa para su ausencia el haber sido invitado a pasar el fin de semana en la casa de un compañero de estudios en La Cala del Moral, a escasos kilómetros de Málaga.
Llegó el día señalado. La hora de la cita era las cinco de la tarde. El lugar donde debían reunirse: el pie del Monumento a Colón.
Para quién no conozca este monumento, les explicaré que sobre una gran base escalonada, donde hacen guardia unos impresionantes leones, se alza una columna de unos setenta metros de altura, rematada con una esfera terráquea, sobre la que sustenta la efigie de Colón con el brazo derecho extendido, señalando con el dedo índice el lugar donde se encuentra América. Está emplazado donde finaliza las Ramblas y da principio el puerto barcelonés.
Explicar la emoción que la pareja sentía, resulta a todas luces superflua. Puntuales como el reloj que maraca las horas en Greenwich, llegaron ambos a la cita. Pero con tan mala fortuna que Montserrat se situó de espaladas a la estatua, mirando a las Ramblas, mientras que Adolfo lo hizo frente a la estatua y, por consiguiente, de cara al mar.
Con una impaciencia que paulatinamente se iba apoderando de su sistema nervioso, ambos veían como transcurrían los minutos. Al cuarto de hora de espera, a los dos se les ocurrió la idea de circunvalar el monumento. Pero su sino estaba trazado. Ambos iniciaron la vuelta en el mismo instante, siendo idéntica la dirección en que ambos se movían, de tal manera, que yendo uno detrás del otro, no llegaron a encontrarse y volvieron a situarse en el propio lugar que antes ocupaban.
A las seis de la tarde, después de una hora de infructuosa espera y también dando una vuelta completa a la base del monumento como la vez anterior, cada uno se fue a su destino: Montserrat volvió a su casa y Adolfo se fue a la estación de Sans a coger el tren para Málaga.
Jugarreta de la suerte, que hace que el deseo más soñado, se convierta en el más infeliz de los momentos.
acabo de leerte con curiosidad por los comentarios. Creo que sé lo que se siente cuando los hados juegan y se divierten a revolverlo todo, je, a veces juegan en contra y otras veces tan a favor en todo que agobian, cuanto más se quiere uno olvidar más se juntan las duendes a hacer de las suyas y cuanto más se quieren unir dos personas, una columna los sitúa uno a cada lado y ni aunque intentaran abrazarse, no abarcarían la columna para darse las manos, eligieron mal sitio, pero eso no significa que eligieran mala persona, que vuelvan a intentarlo y esa vez, es mejor que lleven por si acaso... móvil o lo utilicen, que el orgullo da muchos malso entendidos. Una historia aún así, muy bonita tiene buenas perspectivas de terminar siendo especial, díselo a tu amigo. Un abrazo